Ciudad Vampiro
Ciudad Vampiro
Miguel Río viajaba en silencio, sentado en el asiento trasero de la vieja furgoneta gris, escuchando música en sus audífonos. El motor vibraba como si tuviera un corazón nervioso, y la carretera interminable parecía tragarse el tiempo. Su padre conducía concentrado, con los nudillos apretados sobre el volante; su madre miraba por la ventana con una mezcla de nostalgia y expectativa.
Se mudaban a una nueva ciudad. Para Miguel aquello significaba empezar de cero: primer año de universidad, nuevas calles, nuevos rostros... pero algo, en lo más profundo de su instinto, le decía que esa ciudad no era como las demás.
La metrópolis apareció en el horizonte como una sombra dormida. Los edificios eran tan altos que ocultaban parte del cielo, y las luces parecían diseñadas para cementerios: pálidas, rojas, casi muertas. Miguel observó y notó lo imposible: los transeúntes tenían la piel demasiado blanca, los ojos demasiado brillantes, y cada sonrisa revelaba un destello metálico en la boca. Colmillos.
—¿Se dan cuenta de que esta ciudad está llena de vampiros? —preguntó.
Su padre soltó una risa breve, incrédula.
—Deja de inventar cosas, Miguel. Es solo gente rara.
Su madre le devolvió una sonrisa cansada por el retrovisor.
—Estás nervioso por la universidad. Todo va a estar bien.
Pero Miguel sabía que no era imaginación. El aire mismo parecía vigilante.
La casa nueva era amplia y sólida, rodeada de árboles desnudos. Aunque hermosa, Miguel no podía quedarse encerrado. Al anochecer, decidió explorar el centro comercial.
Allí lo atacaron. Tres sombras muy veloces con ojos rojos y colmillos afilados.
—¡Un humano! —susurró uno con voz reptante.
Miguel sintió que el miedo lo paralizaba, hasta que ocurrió lo imposible: los colmillos se detuvieron a milímetros de su piel, como si una barrera invisible lo protegiera. Sacó su carnet de identidad casi sin pensar. El plástico brilló, revelando unas palabras ocultas:
“El portador de este nombre está bajo la profecía del lobo.”
Un calor recorrió sus huesos. Su piel ardió, sus manos se volvieron garras, su cuerpo se cubrió de pelaje oscuro. Un rugido salió de su garganta. Miguel se había transformado en un hombre lobo.
Los vampiros retrocedieron horrorizados. Uno siseó:
—¡No puede ser… un lobo en esta ciudad!
Con furia instintiva, Miguel los derribó. Dos cayeron bajo sus zarpazos, el tercero huyó gritando.
En los días siguientes, Miguel intentó advertir a sus padres, pero lo tomaron por delirante. Mientras tanto, la ciudad lo vigilaba. Desde los tejados muchos ojos rojos lo seguían en cada salida nocturna.
Pronto escuchó un rumor: había un líder. Un vampiro antiguo y poderoso llamado Gabriel, que dominaba la ciudad desde las sombras. Se hacía pasar por un hombre de negocios, un político influyente, pero era el verdadero amo de los vampiros.
Si quería proteger a su familia, Miguel debía enfrentarlo.
La noche de luna llena, la ciudad parecía contener el aliento. El olor a vampiro lo guió hasta el edificio más alto del centro. En la última planta, detrás de un escritorio de cristal, lo esperaba Gabriel.
—Así que eres el chico de la profecía —dijo con voz suave y venenosa—. Creí que no existías.
Alto, elegante, ojos como carbones encendidos, traje impecable… pero los colmillos lo delataban.
—Déjanos en paz —gruñó Miguel con voz de lobo.
Gabriel sonrió.
—Podría matarte, pero prefiero coleccionarte. Serías una joya.
La lucha fue brutal. Gabriel se movía como una sombra, rápido y letal, pero Miguel tenía la furia de un lobo feroz. Rompieron paredes, hicieron añicos los ventanales, y al final, con un rugido, Miguel hundió sus colmillos en el cuello del vampiro jefe. Gabriel chilló con un grito inhumano, luego se deshizo como humo negro bajo la luna.
Sin su líder, los vampiros se dispersaron. Algunos huyeron, otros se ocultaron en lo más profundo. La ciudad recuperó un respiro incierto.
Miguel volvió al jardín de su casa. El verano trajo grillos y viento entre los árboles. Ciudad Vampiro seguía siendo peligrosa, pero mientras él estuviera allí, nada osaría tocar a su familia.
Miguel Río, el chico de la profecía, había encontrado su destino: ser el lobo que protegía a los suyos en una ciudad gobernada por la oscuridad de la noche.

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