Una habitación sencilla

 



UNA HABITACIÓN SENCILLA




Dedicado: Thomas Retamal




CAPÍTULO 1 – LA HABITACIÓN DONDE NACEN LAS HISTORIAS

Luis Hernán Carmona siempre se despertaba antes que la ciudad; por más que lo intentara, no podía dormir hasta tarde. En cambio, lo único que podía hacer era quedarse despierto e intentar organizar sus pensamientos. Mientras las calles de Providencia aún estaban bañadas por el tenue tono anaranjado del amanecer, yacía en la cama, mirando el techo del apartamento de su madre. El techo era colorido a propósito, le había suplicado a su hermana que pintara sobre el color original, que era blanco. Le encantaba mirar el techo, estaba pintado como una pieza abstracta, con explosiones de color aquí y allá. La vista siempre estimulaba su mente y sus sentidos. Mientras pensaba en su hermana pintando el techo, una brisa suave entró por la ventana entreabierta, despeinándole el cabello. La brisa traía el tenue aroma del césped recién cortado y del pasto mojado del conjunto exterior. Sabía que, si salía, podía descansar en una silla cómoda del patio en forma de L que había afuera, pero aún no quería moverse. Luis inhaló profundamente, disfrutando los pocos momentos de paz que tenía antes de que comenzara su día.

Extendió la mano hacia un lado, tomó su teléfono y fue directamente a la aplicación de notas. En la aplicación había una lista de tareas detallada. Siempre tenía que escribir su lista de cosas por hacer del día la noche anterior, mientras sus pensamientos aún estaban frescos. Era uno de los muchos hábitos que había desarrollado para mantenerse funcionando con una capacidad medianamente normal.

Luis miró su teléfono por unos momentos, intentando memorizar las frases que había allí. No podía evitar preguntarse si había algo que faltaba en su lista. Sentía que sí, pero al buscar en su mente, seguía sin encontrar nada. Se quedó mirando su teléfono un rato.

La mente de Luis se detuvo mientras trataba de pensar en algo, pero las palabras y los recuerdos eran ahora una confusión. Vagamente fuera de su alcance, como arena deslizándose entre sus dedos, lo único que podía hacer era intentar recordar una época en la que todo era diferente. Para él, esa época era el antes. Luis pensaba en su vida como un libro con tres capítulos distintos: antes, durante y después. El antes le costaba recordarlo, pero el durante parecía grabado en su mente. Siempre que los recuerdos de lo que le había pasado durante se colaban en su cabeza, le gustaba despejar su mente y buscar rastros del antes. Antes del tratamiento, antes de todo, una época en la que verdaderamente sentía que era él mismo. No podía evitar pensar en su mente como una habitación vacía, y en los recuerdos que desesperadamente quería recuperar como frágiles telarañas colgando en una esquina.

Antes de todo, le gustaba pensar que era solo un chico normal, como todos los demás a su alrededor. Su recuerdo más fuerte era de cuando era niño. Estaba saliendo de casa con su hermana, ambos observaban a sus padres irse al trabajo, y se preguntaban qué hacían en el trabajo. Él también se preguntaba por qué tenía que ir a la escuela.

Cuando era niño, Luis pensaba que todo, todos sus problemas, se resolverían al crecer. En ese entonces, no tenía idea de lo que implicaba crecer; solo sabía que después podría controlar su propia vida. Pensaba que una vez fuera mayor, podría dejar de estudiar y simplemente vivir su vida con libertad.

Su aversión a estudiar y a las reglas de sus padres los desconcertaba; su padre, un médico, ciertamente no podía comprender el impulso de no estudiar, y su madre amaba tanto la escuela que tenía una reputación en el mundo empresarial. Luis se preguntaba si, juntos, habrían esperado dar a luz a un súper genio. Sin embargo, lo hubieran hecho o no, no intentaron forzar a sus hijos por un camino para el que no fueran aptos.

Sus talentos se inclinaban más hacia el mundo creativo, algo que compartía con su hermana Consuelo. Su hermana eligió el arte, y él eligió la escritura. Aunque no lo sabía cuando era más joven, la escritura se convertiría en su salvación y su fuente de esperanza mucho más tarde. Antes de eso, era un pasatiempo que disfrutaba, pero no le impedía vivir su vida.

Siempre que pensaba en cómo era antes, a veces notaba que algunos recuerdos malos comenzaban a invadirle. No podía evitar preguntarse si algún día, esos malos recuerdos lo invadirían por completo y cambiarían su forma de ver el mundo.

Su recuerdo favorito era de un día fuera con su familia; era joven entonces, apenas un adolescente. Sus padres, normalmente ocupados, estaban libres y lo llevaron a casa de su tía. A Luis no le gustaban algunas reuniones familiares, pero le encantaba tener una familia grande. Su familia no era tan numerosa como la de algunos de sus compañeros, que tenían suficientes primos y tías para llenar una mansión, pero aún así tenía suficiente familia como para que las reuniones se sintieran algo concurridas.

Cuando era más joven, las reuniones familiares siempre estaban llenas de buena comida y risas. También estaban llenas de preguntas. Preguntas como: ¿cómo estás?, ¿cómo van tus notas en la escuela?, ¿cuáles son tus planes para el futuro? Las preguntas venían desde el cariño, así que no podía enojarse con ellas, y solo podía responder lo mejor que pudiera. Como un niño tímido, la sensación de tener todas las miradas sobre él lo hacía sentir incómodo, y muchas veces necesitaba ser rescatado. Para Luis y su hermana Consuelo, cada vez que uno de los dos enfrentaba el aluvión de preguntas, miraban al otro y pedían ayuda con los ojos. A veces recibían ayuda, y otras veces solo recibían burlas de su hermano o hermana.

Para Luis, cuando miraba atrás, esos eran recuerdos valiosos, incluso cuando recordaba poner los ojos en blanco y querer huir de los eventos familiares. Sin embargo, esos recuerdos valiosos no eran lo primero que recordaba sin tener que escarbar en su mente.

Lo primero que Luis realmente recordaba con una claridad absurda era un techo. Era blanco, del tipo de blanco estéril que solo se ve en los hospitales. Nunca recordaba cómo había llegado allí o qué le había pasado; en cambio, solo recordaba una sensación abrumadora de vacío en su cabeza. Todo lo que podía hacer era seguir mirando el techo. Lo miró por mucho tiempo antes de darse cuenta de que el vacío en su mente no era temporal; no sabía dónde estaba.

Sentía una molestia sorda detrás de los ojos, y cuando intentó incorporarse, un dolor agudo le atravesó la cabeza. Algo pasó fugazmente por su mente, recuerdos de un dolor intenso atravesándolo. Sentía que su rostro estaba húmedo, y cuando lo tocó, descubrió que tenía saliva por toda la parte inferior de la cara. Tocó su boca, y aunque la cerrara, no podía dejar de babear. Aunque sus recuerdos eran confusos, sabía que eso no era normal.

Mientras intentaba levantarse de la cama del hospital, entró una enfermera, lo llamó “Sr. Carmona” y le dijo que descansara. Su nombre sonaba familiar, pero distante. Como una figura vista a través de una niebla espesa.

“¿Cómo se siente ahora, señor Carmona?”, preguntó la enfermera, y en respuesta, él solo la miró fijamente. No tenía idea de cómo se sentía o de cómo se suponía que debía sentirse. Todo lo que podía notar era que la enfermera lo miraba con duda, como si temiera que fuera peligroso de alguna manera.

“Me llamo Miguel Río…”, había dicho, y la enfermera mostró una expresión de sorpresa y confusión antes de salir apresuradamente. Regresó con un hombre alto, de aspecto grave, que vestía una bata de doctor y hablaba en frases cortas y secas.

“Señor Carmona, ¿cuál es el problema aquí?”, preguntó el hombre. Luis no lo sabía en ese momento, pero era un psiquiatra.

“No soy el señor Carmona, me llamo Miguel Río, y soy poeta…”, las palabras de Luis hicieron que el rostro severo del hombre se volviera inexpresivo. Se sintió en pánico, pero no tenía idea de qué había dicho mal, realmente creía que era Miguel Río. El olor estéril del desinfectante invadía sus fosas nasales, haciendo que sus pensamientos se enredaran aún más. El hombre intercambió una mirada con la enfermera, quien salió de la habitación y regresó con una jeringa. Antes de darse cuenta, sintió cómo la conciencia se le escapaba otra vez, arrastrada por lo que fuera que contenía la jeringa.

Le dijeron que había habido un accidente. Un accidente médico. En ese entonces, no entendía cuánto lo afectarían esas palabras.

Lo afectaron tanto que el primer punto en su lista de tareas un año después era ir a Redgesam. Era un viaje que tenía que hacer muchas veces, y aun así, solo ver el nombre en su lista de pendientes le hacía suspirar con frustración.

Era lunes otra vez, y Luis estaba sentado al borde de su estrecha cama, viendo cómo la luz de la ventana avanzaba lentamente hacia la cama y su rostro. Su despertador ya había sonado, aunque no recordaba si lo había apagado o si simplemente se había rendido después de sonar demasiado tiempo. De cualquier forma, era hora de ir a Redgesam.

El nombre del centro siempre le parecía extraño, difícil de pronunciar, casi inventado. Pero iba allí cada semana a terapia, como le habían indicado, y hoy no era diferente.

Se vistió lentamente, con los dedos torpes al abotonarse la camisa. En el pequeño espejo sobre el lavabo, alcanzó a verse a sí mismo. Tenía el cabello corto y oscuro, y líneas alrededor de los ojos que no estaban allí cuando era más joven. A veces sentía que una gran parte de su juventud se había perdido a causa de su enfermedad. Pasó unos minutos observando una cicatriz muy pálida cerca de la sien que no recordaba haberse hecho; sabía que tenía algo que ver con el tiempo que pasó en el hospital que siempre intentaba olvidar. La vista de la cicatriz y su gemela en el otro lado de la cabeza le lastimaba la vista, así que desvió la mirada.

Carolina Vergara lo estaba esperando cuando llegó. Siempre lo saludaba con amabilidad, su voz era suave pero no condescendiente. Le hacía las mismas preguntas cada vez.

“¿Qué haces, Luis?”

“Estoy en casa la mayor parte del tiempo”, respondió.

“¿Y trabajo?”

“Trabajo como repartidor dental”, dijo con una pequeña sonrisa. Sabía que había avanzado mucho, un año atrás no estaba seguro de poder siquiera ponerse al volante de un coche. No habría sido seguro, ni para él ni para los demás en la carretera.

“¿Cómo está tu salud?”

“Estoy bien”, contestó Luis, y realmente lo creía. Había visto a otros en su misma condición, y algunos se veían mucho peor que él. Algunos apenas podían funcionar en sociedad, así que, a pesar del inmenso vacío que a veces sentía en su mente, sabía que debía sentirse agradecido porque todo podría ser peor. No le dijo nada de esto a Carolina, eran pensamientos que normalmente guardaba para sí mismo. Las conversaciones en terapia a veces le parecían extrañas, como si no fueran reales. Carolina hablaba y actuaba como si fuera su amiga que solo quería ayudar, pero él notaba que escribía todo lo que decía en sus notas, como siempre. Eso le recordaba que solo estaba haciendo su trabajo, y a veces eso lo hacía dudar de las cosas que le contaba.

A veces se preguntaba qué pensaba ella de él. Si creía en sus respuestas. Él había pasado por algo traumático. Así que, a veces, quería preguntarle si ella veía las grietas bajo la superficie de sus palabras, o si veía su “estoy bien” por lo que realmente era: una mentira. Pero ella nunca indagaba más allá. Le estaba infinitamente agradecido por eso. Aunque solo estuviera cumpliendo con su deber, era buena en ello.

Era paciente, cuidadosa y amable. Luis sentía esa amabilidad y paciencia con más fuerza cada vez que luchaba por armar una frase, intentando sin éxito tender un puente entre su cerebro y su boca. También era constante. Aparte de su familia, ella era una de las pocas constantes en una vida que a menudo sentía como remendada con retazos que no combinaban.

A Luis le habían diagnosticado esquizofrenia crónica años atrás, aunque no recordaba con exactitud el momento en que recibió el diagnóstico. Sabía cuántos años tenía y qué lo había provocado, pero los recuerdos parecían ocultos tras un velo. Los recuerdos de esa época eran borrosos; los eventos se movían como sombras por su mente, visibles pero nunca claros. Recordaba paredes de hospital. Recordaba estar atado, y recordaba la sensación de terror cuando algo fue colocado a los lados de su frente. También recordaba una silla, incómoda y de madera; recordaba luchar para no ser amarrado a ella, incluso recordaba suplicar. Finalmente, recordaba a una enfermera con uñas pintadas de azul brillante que sonreía demasiado, incluso mientras le hacía algo horrible.

No le gustaba recordar eso; era la parte de su vida llena de un dolor del que no podía escapar.

Ahora, tenía que manejar su enfermedad a través del plan de salud AUGE. No era perfecto, pero lo mantenía con los pies en la tierra. Al menos eso decían. Él no sabía si realmente se sentía con los pies en la tierra. Algunos días, se sentía abrumado por sus propios pensamientos y recuerdos enredados, y otros días se sentía abrumado por el vacío en su mente.

Su psiquiatra, el doctor Bustos, lo veía cada tres meses por teleconsulta. Una pantalla plana y una voz calmada. Siempre la misma pregunta al comenzar: “¿Cómo has estado, Luis?”

La repetición de esas palabras le molestaba, pero se le quedaban grabadas. En su subconsciente, sabía qué esperar cada vez que tenía una cita con el doctor Bustos. Eso lo ayudaba a calmarse e incluso, a veces, a esperar con ansias sus sesiones.

A veces se preguntaba si se beneficiaría de más sesiones o más pastillas. Sentía que estaba estable, pero eso no era suficiente.

Luis respondía a las preguntas del doctor Bustos lo mejor que podía, aunque la certeza a menudo se le escapaba con los juegos que su mente le hacía. El doctor Bustos usualmente no decía mucho aparte de las preguntas de siempre, pero luego enviaba por correo su receta de olanzapina, como un reloj. Dos pastillas al día. Pequeñas, blancas y amargas. Ayudaban, suponía. Al menos su familia le decía que las pastillas eran buenas para él. No recordaba cómo era antes de tomarlas, pero no estaba seguro de querer recordarlo. A veces, sus pensamientos eran tan caóticos que necesitaba tocar las cosas a su alrededor para asegurarse de que eran reales.

Pero, ¿qué era real, exactamente?

Esa pregunta rondaba los pensamientos de Luis más de lo que le gustaba admitir. Antes de comenzar a recordar algunas cosas, cuando se sentaba en el pequeño patio frente al apartamento de su madre, observando a las palomas desplazarse por las baldosas agrietadas, se preguntaba si alguna vez había trabajado. O si alguna vez se había enamorado. Se preguntaba por sus amigos.

Tenía fotos en su habitación, pero ninguna de las personas que aparecían en ellas le resultaba familiar. Un hombre con bigote, sonriendo, y una mujer a su lado. Una joven con un overol de mezclilla sosteniendo un pincel. Un niño con un robot de juguete. Todos eran su familia, eso era lo que le habían dicho, pero en aquel entonces, cada vez que intentaba recordarlos, le daba un dolor de cabeza insoportable y un revoltijo de imágenes en la cabeza.

Luis no sabía por qué mantenía las fotos en las paredes. Tal vez deseaba desesperadamente recordar, y pensaba que podían ayudarlo. Sin embargo, una vez que comenzó a recordar, nunca se arrepintió de haberlas tenido allí.

Llevaba un diario, como Carolina le había animado a hacer. La mayoría de las páginas estaban llenas de entradas de una o dos frases. A veces, las entradas se repetían. Se preguntaba qué decía eso sobre su mente, pero tenía demasiado miedo como para contárselo a Carolina.

Una entrada decía: Es lunes. Fui a terapia.

Otra: Tomé mis pastillas.

Y otra más: Creo que solía trabajar en una librería.

Esa última aparecía con frecuencia. Tenía una imagen en la mente: él en una habitación estrecha, llena del olor a papel y polvo, la luz de la tarde extendiéndose sobre los estantes. Podía ver su mano alcanzando un libro, y no tenía duda de que, antes de que todo saliera mal, debía haber amado los libros. Pero cuando intentaba enfocarse en los detalles, se deshacían como arena mojada entre sus dedos.

Aunque, según su familia, solía estudiar psicología, aún tenía que leer sobre la esquizofrenia. A veces se preguntaba si algunos de sus recuerdos habían sido implantados por las voces que venían con la enfermedad. Las pastillas ayudaban, en verdad lo hacían, pero a veces no parecían suficientes.

Algunos días, las voces regresaban. No fuerte, no como antes. Solo susurros ahora. A veces murmuraban detrás del zumbido del refrigerador o flotaban bajo el ruido de la calle. Ya no se lo contaba a Carolina. Cuando lo hacía, ella mostraba cierta expresión en los ojos, y luego se escribían más notas. No sabía a quién le mostraba esas notas, pero a veces, después de hablar de oír voces, el psiquiatra ajustaba la dosis. Pero la nueva dosis hacía que le temblaran las manos y le provocaba sueños extraños.

Así que ahora, cuando las voces aparecían, simplemente se quedaba con ellas, y observaba los recuerdos que traían como a invitados no deseados que ya se habían quedado demasiado tiempo. Las dejaba hablar y luego las ignoraba.

Una tarde de jueves, Luis encontró un pequeño cuaderno enterrado en un cajón que rara vez abría. Estaba lleno de escritura, su letra, inconfundiblemente, pero diferente de la de su diario. Las entradas eran más largas. Más fluidas. Había fechas escritas en los márgenes. 2005. 2006. Hojeó algunas páginas y encontró un poema, o algo parecido.

Hay un niño flotando en un río,

Ha entregado su nombre al agua,

Habla con las piedras de la orilla,

Porque ellas pueden ser lavadas por el agua,

Pero como el agua, siguen siendo constantes.

No recordaba haberlo escrito. Pero se sentía como algo que él habría escrito. Tal vez antes de la medicación. Antes del diagnóstico.

Las palabras le dolieron. No de una manera dolorosa, sino en la forma en que una historia medio recordada puede agitar algo dentro de ti. No pudo evitar ese dolor, ni evitar anhelar la vida que tenía antes.

No sabía por qué, pero llevó el cuaderno a su próxima cita. Carolina lo hojeó, con un destello de sorpresa en su expresión.

—Es hermoso, Luis —dijo ella.

—¿Era yo escritor? —preguntó él.

—No lo sé. ¿Lo eras tú?

Cuando él aún estaba comenzando a armar las piezas, Carolina rara vez respondía directamente a sus preguntas; prefería llevarlo hacia la respuesta y dejar que él llegara por sí mismo.

No respondió. No estaba seguro. Pero la idea le daba algo a lo que aferrarse.

Pasaron semanas. La rutina lo arrastraba como la corriente: terapia, medicación matutina, recetas mensuales. Algunos días escribía. Algunos días simplemente miraba por la ventana, observando las nubes pasar como barcos de movimiento lento. Cuando mejoró, solo se sintió agradecido por su familia, por haber estado a su lado durante todo.

Una tarde, mientras estaba sentado en la mesa de su cocina, tomó un bolígrafo y comenzó a escribir una historia. Sin plan. Sin título. Solo una línea:

Había un hombre que no podía recordar su pasado, pero sabía cómo escuchar a los pájaros.

Hizo una pausa. Luego continuó.

Se sentaba bajo los árboles y contaba historias que no entendía, y cuando soplaba el viento, sonreía como alguien que alguna vez estuvo enamorado.

No sabía de dónde venía eso. Tal vez no importaba. Lo que importaba era que, por primera vez en mucho tiempo, se sentía conectado con algo. A veces sentía que era mejor poeta que escritor de ficción, pero el hecho de estar intentándolo lo hacía sentirse mejor.

Cuando llegó el lunes otra vez y Carolina le preguntó qué había hecho durante la semana, además de trabajar, Luis no dijo “nada”.

—Escribí una historia —dijo.

Ella alzó las cejas. —¿En serio? ¿Sobre qué?

Él pensó por un momento, luego sonrió levemente.

—Es sobre un hombre que intenta recordar quién solía ser.

Ella asintió despacio. —Suena como una historia importante. Suena familiar.

—Lo es —dijo él—. Incluso si nunca lo descubre, creo que igual vale la pena contarla.

Y mientras ella anotaba eso en su expediente, Luis miró por la ventana hacia los árboles que se mecían bajo la luz de la mañana. No lo recordaba todo, en realidad, ni siquiera recordaba la mayoría de las cosas, pero ese día, recordaba quién intentaba ser.

Y eso ya era algo. Era el comienzo de poner sus recuerdos en cierto orden.

Una tarde, les pidió a sus familiares que le mostraran los videos caseros de su infancia. Ellos dudaron un poco, y de alguna manera parecía que lo veían como a una criatura delicada. No sabía si estaban en lo cierto o no, pero sentía curiosidad por las cintas; esperaba ver algo que lo ayudara a reunir sus recuerdos. Su madre sacó una caja polvorienta con cintas, y las vieron todos juntos.

Ahí estaba él, el joven Luis, siempre con un lápiz o crayón en la mano, narrando aventuras imaginarias. Mientras veía la cinta, se preguntaba si siempre había sentido esa conexión con la escritura. Se escuchaba a su padre fuera de cámara, animándolos con suavidad. Su madre a veces entraba en cuadro, sonriendo, peinando el cabello de Luis hacia atrás o ayudando a Consuelo a amarrarse los zapatos.

Luego hubo una cinta que hizo que Consuelo se detuviera antes de reproducirla.

—Escribiste esta historia cuando tenías diez años —dijo ella—. Papá te ayudó a hacer una pequeña obra de títeres con ella.

El niño en el video era inconfundible; era él, pero no podía recordarlo. Podía sentir a su familia mirándolo, probablemente buscando algún signo de reconocimiento en su rostro, pero no había nada. Al observar al niño en la pantalla, sintió una oleada de emociones recorriéndolo.

No lloró al verla. En cambio, rió. Una risa que le nacía del vientre hasta la garganta y le sacudía el cuerpo casi violentamente. Su familia, al verlo reír, también se unió. Estaban simplemente felices de ver resurgir su sonrisa, esa sonrisa tan perdida.

Días después, comenzó a escribir una nueva historia. Esta vez, no fragmentos. No entradas de diario. Una historia real, con un niño que olvidó quién era y tuvo que regresar al bosque de su infancia para recordar. Escribía a mano, dejando que cada palabra resonara en los pasillos de su mente. Cada oración se sentía como tallar su nombre en piedra.

Su memoria no estaba completa. Tal vez nunca lo estaría. Aún temía los espacios vacíos, pero al mirar el mundo a su alrededor, sabía que quería formar parte de él, y para él, eso era el comienzo de una nueva vida. Estaba decidido a ser parte del mundo, y ese día, escribió su primera lista de tareas.

Eso fue hace más de un año, y ahora le gustaba pensar que estaba mucho mejor que antes. Todavía vivía en el apartamento de su madre, pero trabajaba, y no se consideraba una carga porque ayudaba a su familia siempre que podía.

El apartamento era grande, especialmente para los estándares de la ciudad. Era una unidad en el segundo piso, enclavada entre avenidas bordeadas de árboles, con enredaderas trepando por los muros de piedra y largas ventanas que enmarcaban fragmentos del horizonte de Santiago. Había pertenecido a su madre desde antes de que él naciera, un vestigio de los días en que los precios eran manejables y la previsión todavía recompensaba a los valientes. El espacio llevaba los ecos de décadas pasadas y rastros de la vida que habían vivido allí. Aunque su hermana le había dicho que no siempre vivieron ahí, él aún sentía que esa casa siempre había sido su hogar. Tenía pisos de madera rayados, estanterías llenas hasta el tope, y las paredes estaban pintadas en un tono discreto de beige. Un gran cuadro de San Pedro de Atacama colgaba en el pasillo, el desierto representado en gruesas pinceladas de ocre y dorado. Y más allá de las puertas corredizas del salón, el patio rodeaba el apartamento en una suave forma de L, un refugio verde y privado en medio de la ciudad.

Luis vivía allí con sus padres. Su padre, Hernán Carmona, había sido cirujano dental durante cuarenta y dos años. Educado en la Universidad de Chile, mantenía una pequeña clínica a dos cuadras de distancia, donde aún atendía, aunque solo por las mañanas. Iba caminando todos los días, usando los mismos pantalones marrones y camisas de manga corta bien planchadas. La clínica era una reliquia de otros tiempos. Tenía paredes de madera, un ventilador antiguo en la sala de espera, y una recepcionista llamada Violeta que aún usaba una agenda de papel. La jubilación se cernía sobre Hernán, pero él estaba decidido a resistirse hasta el final. Amaba su trabajo y no podía imaginarse una vida sentado en casa sin hacer nada. Hablaba de ello a menudo, aunque nunca parecía del todo listo para soltarlo.

Su madre había sido una estrella en su campo, y aún lo era. Se había graduado como la mejor de su clase en ingeniería comercial en la Universidad de Arica. Era conocida entre sus colegas como la mujer que siempre terminaba primero y siempre revisaba su trabajo dos veces. Tenía una mente aguda y una lengua aún más afilada, el tipo de mujer que podía cuadrar un presupuesto mentalmente mientras preparaba el almuerzo y corregía la gramática de alguien. Ahora administraba varias propiedades, inversiones hechas con sabiduría en los años noventa, y aunque nunca se jactaba, Luis sabía que se sentía orgullosa del confort que habían logrado. También sabía que era gracias a sus padres que no la pasó aún peor cuando las cosas estuvieron realmente mal. El apartamento, el patio, incluso las láminas enmarcadas que decoraban el pasillo eran de ella.

A pesar de su capacidad y riqueza, también era una mujer increíblemente cálida. Incluso cuando Luis era pequeño y se preocupaba por su desempeño académico, ella lo animaba y a veces le daba clases. Y cuando las cosas se pusieron mal para él, ella, al igual que los demás miembros de la familia, se mantuvo a su lado y nunca le hizo sentir que era una molestia.

Luis, ahora de treinta y siete años, trabajaba como repartidor dental. No era un trabajo glamuroso, pero pagaba las cuentas y le daba algo que hacer. Había entrado en ese rubro gracias a su padre, quien fue su primer cliente. A pesar de sus preocupaciones, parecía tener un talento natural para ello. Cada mañana, cargaba cajas de suministros dentales —guantes, resinas, jeringas y materiales de impresión— en la parte trasera de su viejo Kia Sorento. Amaba su auto con devoción; era un vehículo al que había bautizado como Hammerhead, como el tiburón. Era una máquina vieja pero confiable, de color gris plateado, con un par de abolladuras, una de las cuales se asemejaba a una marca de mordida en el parachoques trasero, de ahí había salido el nombre. Hammerhead lo había acompañado por casi una década y, a pesar del gruñido creciente de la transmisión y la terquedad de la puerta trasera, sentía un apego especial por él. Tal vez era porque era algo que había tenido desde antes, pero estaba profundamente unido a su auto.

Su ruta lo llevaba de Las Condes a Maipú, zigzagueando por las arterias congestionadas de Santiago, entregando paquetes a pequeñas clínicas, laboratorios llenos y hospitales bulliciosos. Le había tomado un año memorizar su ruta y cada clínica a la que debía detenerse, y cada vez que hacía una entrega, saludaba a los trabajadores antes de dejar los suministros. Carolina le decía que creía que el trabajo le hacía bien porque lo ayudaba a salir de casa e interactuar con otros. Veía la ciudad desde el asiento del conductor, gente apresurada, esperando, vendiendo flores o snacks en los semáforos, o asomándose desde quioscos para gritar saludos matutinos. A veces pasaba por escuelas llenas de risas o por parejas mayores sentadas en bancos observando el inicio del día. Todo lo que veía en el camino de regreso a casa le calentaba el corazón y dibujaba una imagen más completa de la ciudad en su mente. Tenía que admitir que Carolina tenía razón: conseguir ese trabajo le había hecho bien, también a su memoria.

Pero siempre era el regreso a casa lo que se sentía más importante.

Después de descargar la última caja y marcar el último ítem de su lista, Luis volvía a entrar en la angosta entrada de la calle Andrés Bello y apagaba el motor. Entonces comenzaba el ritual: entrar al apartamento, asentir a su madre si estaba en una llamada, quitarse los zapatos y defenderse de un ataque sorpresa de su perro.

—¡Kokoro, ya basta! —decía con frecuencia a su perro bóxer. Kokoro era un perro muy vivaz, y su entusiasmo siempre le resultaba contagioso a Luis. A menudo pasaba varios minutos jugando con él antes de finalmente entrar en lo que él llamaba en privado “la habitación donde nacen las historias”.

No era gran cosa; era su dormitorio, con una ventana cuya vista siempre lo hacía querer quedarse mirando. Tenía un escritorio de madera baja, una lámpara tambaleante y una pila de cuadernos en un cajón. Pero era suyo. Olía levemente a aceite de eucalipto y papel. Las paredes estaban cubiertas de post-its, cada uno garabateado con fragmentos: “un hombre encuentra un mensaje en un diente”, “la hija del panadero escucha colores”, “Luciano y el fin del mundo”, “Joaquín contra el gigante”. Eran sus ideas de historias, y cada vez que tenía una, la escribía en una nota y la pegaba en algún lugar para no olvidarla.

Escribía por las tardes, cuando la luz del sol se deslizaba por el suelo en largas franjas doradas y el mundo exterior se desaceleraba. Era durante esas horas que el apartamento se volvía hacia adentro, el murmullo del tráfico se desvanecía como ruido de fondo, y él se permitía convertirse en alguien más: no el repartidor, no el hijo que vivía con sus padres, no el padre que intentaba construir una relación con su hijo, sino el narrador de historias.

Escribir no era una profesión para él, no en el sentido convencional. Nunca había publicado una novela, nunca pensó que ganaría un centavo con sus historias. Tenía un pequeño blog que una docena de fieles lectores seguían, en su mayoría otros aficionados. Sin embargo, se acercaba a su escritura con una reverencia tranquila, como un monje cuidando un jardín. Las palabras importaban. El acto importaba. Y así volvía cada día a esa habitación, cuaderno en mano, persiguiendo fragmentos de pensamientos que aún no existían.

Fue en una tarde tranquila de jueves, con las ventanas abiertas y el olor a pollo frito colándose desde la cocina de un vecino, cuando llegó el hijo de su primo, Luciano.

Había agregado recoger y dejar a Luciano todos los días en su lista de tareas. Era una de esas cosas que hacía por su familia y que lo hacían sentir bien.

A veces Luciano prefería quedarse un rato más y pasar el rato allí. Luis no sabía muy bien qué decirle, así que por lo general simplemente se sentaban en silencio.

Luego, al tercer día, Luciano se adentró en su habitación de escritura.

Se quedó de pie en la puerta, una mano en el marco, el rostro inescrutable.

—¿Qué es todo esto? —preguntó.

Luis levantó la vista de su cuaderno. —Notas. Ideas. Nada terminado.

—¿Escribes… como libros?

—Más o menos. Historias. Cosas que imagino.

Luciano entró y comenzó a leer en voz alta algunos post-its. Su voz tropezaba con los más abstractos. —¿Qué es este? “El niño que veía terremotos futuros en sus sueños”?

Luis sonrió. —Una idea. Aún no la escribo.

—Eres raro —dijo Luciano. Pero no se fue.

Desde entonces, el niño volvió a la habitación todos los días. Nunca interrumpía mientras Luis escribía, pero observaba. A veces dibujaba en un pequeño cuaderno que tenía escondido bajo su polerón. Otras veces, simplemente miraba por la ventana hacia el patio, con los dedos moviéndose como si tocara cuerdas invisibles.

Luis empezó a escribir de manera diferente. Se descubría pensando en las historias que Luciano podría querer leer, o mejor aún, en las historias que Luciano podría necesitar.

Por las tardes, cuando su madre preparaba sopaipillas o té, Luciano empezaba a abrirse. Hablaba de sentirse desconectado de sus compañeros, de los largos silencios de su padre, de un sueño recurrente en el que un vasto mar se tragaba el desierto.

Luis escuchaba. No siempre sabía qué decir, pero escuchaba. Y poco a poco, el apartamento parecía expandirse para acomodar al niño, del mismo modo en que se había expandido durante décadas para acoger las vidas de su familia.

Afuera, Santiago se movía como siempre, sus habitantes levantándose y haciendo su vida, los buses rugiendo al pasar, las protestas a veces vibrando por las calles y avenidas de la ciudad. Adentro, en los rincones suaves del apartamento y en el silencio de la habitación de escritura, algo más se estaba formando. Una afinidad. Un ritmo.

Una mañana, mientras Luis conducía a Hammerhead rumbo a una clínica en Ñuñoa, con Luciano a su lado jugueteando con la radio, se dio cuenta de que tal vez ese era el sentido de todo, no la publicación, no el reconocimiento, sino la formación de vínculos. No podía creer lo cercanos que se estaban volviendo. Escribir no era solo una vía de escape; era una forma de conectar.

Esa noche, de regreso en la habitación de escritura, volvió a escribir algo. No le pareció correcto, así que se pasó a la poesía. Y entonces, las palabras comenzaron a fluir.

Luis hizo una pausa y dejó el lápiz.

En el apartamento, los pasos se movían suavemente. Algunos eran de su padre regresando de la clínica, otros de su madre acomodando vasos en la cocina. Luciano tarareaba en voz baja, sentado en el suelo junto al escritorio, dibujando lo que parecía una ciudad bajo el mar.

La habitación donde nacían las historias los contenía a ambos y sus distintas actividades. Ambos trabajaban en silencio, pero ese día Luis se sintió más cercano a Luciano que nunca.

Y mañana, Luis esperaba poder volver a escribir.




CAPÍTULO 2 – MI HERMANA CONSUELO Y EL CAMINO DEL ARTISTA

Luis Carmona nació en la comuna de Independencia de Santiago, Chile. Era una franja estrecha de la ciudad tallada por el tiempo, con veredas desgastadas, almacenes antiguos y el ritmo distintivo de los buses en las primeras horas de la mañana. Tal vez fue porque era muy joven cuando se fue, pero sus recuerdos de Independencia eran borrosos y lejanos, como mirar a través de un vidrio empañado. La mayor parte de lo que recordaba, la parte que aún vivía en los rincones de su mente y emergía cada vez que pensaba en su infancia, comenzó después, cuando la familia se mudó a Providencia.

Providencia era diferente. Las casas estaban más juntas, pero había espacio para respirar, y calles arboladas y tranquilas donde los niños jugaban fútbol por las tardes. Era un barrio orientado a la vida familiar, y su familia tenía cuatro casas allí. Luis vivía en una casa adosada con sus padres y su hermana menor, Consuelo. Al lado, en una casa similar de paredes blancas, su hermano mayor, Carlos Encalada, vivía con su esposa y sus dos hijos pequeños. Sus vidas transcurrían en paralelo, separadas solo por una pared de jardín. Al otro lado de esa pared, su hermana mayor, Susana, hija del primer matrimonio de su madre, vivía con su hijo, Alvarito. Alvarito era un niño alegre. Cuando Luis era niño, envidiaba a ese chico de mejillas redondas y risa que resonaba en todo el pasaje. En la última casa vivía su tía Nora con su hija adulta y la matriarca envejecida, la abuela Nora, que tomaba mate cada mañana en el patio y llevaba la historia de la familia en los huesos.

No era un barrio en el sentido habitual. Era más bien un enclave, una aldea familiar autosuficiente. Cuatro casas, un solo nombre: Acevedo. Era un tipo de consuelo que Luis no supo valorar del todo hasta mucho tiempo después.

De niño, era conocido por ser tranquilo, casi demasiado tranquilo y tímido. Sus padres solían comentar que apenas lloraba de bebé y que podía pasar horas solo, jugando con bloques o leyendo cómics sin pedir nunca compañía. La timidez se le adhería como una segunda piel. Se escondía detrás de la falda de su madre cuando los vecinos venían de visita y susurraba las respuestas cuando los profesores le hacían preguntas. En esos primeros años, Luis nunca imaginó que se convertiría en escritor, y mucho menos en poeta. Ese tipo de vida expresiva parecía estar destinada a alguien más ruidoso y valiente. Él se veía más bien como un oyente, alguien que absorbía el mundo en silencio sin necesidad de transformarlo.

Todo cambió en 1992, cuando tenía siete años. Su padre, en busca de días más tranquilos y aire más limpio, trasladó a la familia fuera de Santiago, a Peñaflor, un pueblo semi-rural en las afueras de la capital. Era un mundo completamente distinto a la estrechez del pasaje en Providencia. La nueva casa estaba detrás de una fila de eucaliptos, con gallinas que andaban sueltas y el aroma a tierra húmeda que subía después de la lluvia.

Para Luis, el campo fue a la vez liberación y aislamiento. Ya no había primos al lado, ni visitas de fin de semana de Carlos o Susana, ni comidas familiares compartidas bajo las luces del patio. Pero había algo más: silencio. Espacio. Tiempo para pensar.

Asistió al colegio Carampangue, un gran colegio católico con portones altos y uniformes impecables. Por un tiempo, le fue bastante bien. Pero a medida que la adolescencia echaba raíces, también lo hacía un hambre por algo más que libros y estructura. Descubrió la música, las fiestas y la alegría de bailar hasta el amanecer.

Bebió por primera vez en un viaje escolar. Luego, otra vez en casa de un amigo. Para cuando tenía quince años, Luis había encontrado en la botella una libertad que no había encontrado en la conversación. Descubrió que le resultaba más fácil expresar sus pensamientos siempre que bebía algo. Desafortunadamente, no todos miraban con buenos ojos a un adolescente bebedor. Cuando la administración del colegio Carampangue descubrió lo que hacía, fue expulsado sin ceremonia. Sus padres, decepcionados y profundamente sorprendidos, lo transfirieron al Instituto Talagante, donde también estudiaba su hermana Consuelo.

Esa transición marcó la primera fractura real en su sentido de identidad. También marcó el inicio de una nueva mirada por parte de sus padres. Ya no era el niño callado del pasaje, ni el niño rural de Peñaflor. Ahora era otra cosa, alguien desplazado, en búsqueda. Fue en esas tardes inquietas en Talagante, entre clases de matemáticas y largos viajes en bus de regreso a casa, cuando escribió su primer poema.

No sabía por qué lo hizo. No había tarea, ni solicitud. Solo una necesidad de traducir un sentimiento que no podía nombrar ni describir en palabras. El poema no era nada notable, al menos para él. Cuando lo recordaba, pensaba que eran solo unas estrofas garabateadas en los márgenes de un cuaderno. Pero cuando lo leyó en voz alta, sintió el extraño destello de algo nuevo, algo verdadero.

Después de graduarse, regresó con Consuelo a Santiago. La capital había cambiado mientras estuvieron fuera. Se sentía más rápida, más ruidosa y más llena de gente. Pero para Luis, también estaba llena de promesas. Fue cuando se mudaron al departamento de su madre. Se matriculó en la Universidad Gabriela Mistral para estudiar psicología. La idea tenía sentido para él. Siempre había sido introspectivo, siempre escuchaba más de lo que hablaba. Quizás, pensaba, entender a los demás lo ayudaría a entenderse a sí mismo. También pensaba que, de esa manera, podría ayudar a otras personas.

Durante un año y medio, asistió a clases, viajaba en metro, tomaba apuntes durante las lecciones sobre Freud, Jung y la arquitectura de la mente humana. Pero algo no encajaba. Le gustaban las teorías, sí, y las lecturas eran interesantes. Pero las personas, los otros estudiantes, parecían moverse en otra frecuencia. Todos los demás parecían tener un propósito y pasión por lo que estudiaban. Les tenía envidia cada vez que los veía ir y venir. En comparación, él se sentía como un fantasma caminando por el campus.

Por las noches, se sentaba en su pequeña habitación arrendada y escribía. No ensayos ni informes. Poemas. Cartas que nunca enviaba.

Eventualmente, Luis dejó la universidad. Nunca tomó una decisión formal. Simplemente dejó de ir. Las clases se sentían vacías. Los días, demasiado largos. Especialmente porque en ese tiempo atravesaba algunos problemas. Su mente comenzaba a jugarle malas pasadas después de una mala experiencia con un alucinógeno. Se dijo a sí mismo que necesitaba tiempo para pensar. Que volvería cuando todo mejorara. En ese momento, realmente creía que volvería a terminar su carrera. Pero nunca lo hizo. La vida se interpuso.

Pasó los meses siguientes flotando entre trabajos de medio tiempo y la soledad de la escritura. Su enfermedad aún no había sido diagnosticada, pero las señales ya estaban ahí: la voz ocasional que hablaba cuando no había nadie cerca, la paranoia que se colaba por las noches, la confusión entre sueños y realidad. Faltaría aún un tiempo antes de recibir el nombre de aquello que lo atormentaba: esquizofrenia crónica. E incluso entonces, no le trajo claridad, solo puso nombre a algo que nunca llegaría a comprender del todo.

Pero incluso con la enfermedad, Luis siguió escribiendo. A veces, ese acto era lo único que lo mantenía anclado. No escribía para ser publicado. Escribía porque las palabras tenían sentido cuando el mundo no lo tenía.

Ahora, más grande, medicado y viviendo en tranquilidad, a veces miraba hacia atrás, hacia esas cuatro casas familiares en el pasaje, y se preguntaba cuánto de eso seguía siendo real en su mente. Su memoria se había convertido en un collage: algunas piezas brillantes y nítidas, otras deshilachadas o completamente ausentes.

Pero recordaba el sonido de la risa de Alvarito. Recordaba el aroma a eucalipto en Peñaflor. Y recordaba un momento en que se sentó en silencio con su hermana y lo cerca que se sintió de ella. Y quizás, pensó Luis, eso era suficiente.

Consuelo Carmona nunca llegaba en silencio. Incluso cuando no estaba físicamente presente, su presencia llenaba las habitaciones como una cosa tangible. Su voz usualmente entraba en la sala antes que ella. Luis siempre sonreía al escucharla, desde que eran niños, la consideraba un puerto seguro. Su voz, cuando llamaba desde Valparaíso o desde algún estudio en Palermo, siempre irrumpía en el departamento como la bocina fuerte de un camión.

Luis pensaba a menudo que, si las personas fueran colores, él y su hermana serían tonos muy distintos. Si ambos fueran pintados en el mismo lienzo, ella sería todas pinceladas amplias y estallidos de colores brillantes, mientras él estaría en el fondo, en un tono suave de lila o un verde pastel.

Ella era su hermana mayor por cinco años, y desde el principio había cargado con esa inquietud que asustaba a los adultos y fascinaba a todos los demás. A los diez, ya hacía retratos al óleo de los gatos de los vecinos. A los catorce, había dejado atrás las líneas estrictas del realismo y comenzó a esculpir aves con plástico reciclado y huesos que encontraba en los cerros detrás de la casa de su abuela en San Felipe.

Luis la admiraba como uno podría admirar a un cometa. Era hermosa y aventurera. Sentía un poco de envidia por no poder ser como ella. Consuelo vivía de un modo que Luis nunca lograba del todo. Incluso cuando dejó de pintar y crear arte, eligió una línea de trabajo que a él le daba miedo.

Donde Consuelo era una llamarada de creatividad y aventura, Luis se movía lentamente por la niebla de la confusión. Tenía cuadernos llenos de cuentos inconclusos: historias de árboles que susurraban secretos, de ancianas que cocinaban el tiempo en sopa, de ciudades que se hundían bajo el peso de sus propios sueños. Pero rara vez los terminaba.

Se decía a sí mismo que era por el trabajo, por las rutas de reparto, el cansancio, la falta de tiempo. Pero la verdad era más difícil de admitir: los pensamientos en su cabeza a veces eran demasiado ruidosos. Demasiado desordenados. Como una docena de voces intentando contar la historia al mismo tiempo, cada una con un final diferente. Comenzaba un cuento con convicción y luego se detenía a mitad de camino, convencido de que no era lo suficientemente bueno, ni original, ni valía el papel.

En uno de los primeros talleres de poesía a los que asistió, descubrió que sus dudas salían de él sin control. El taller se realizaba en una librería en Ñuñoa que olía a pegamento viejo y canela, y allí confesó en voz alta: “Es como si hubiera estática en mi cerebro. Escribo una línea y todo… se desmorona.”

El instructor, un poeta que usaba bufandas incluso en verano, le respondió con suavidad: “Lo que tienes es algo con lo que lidian muchos poetas. A veces, los mejores poemas vienen cuando uno realmente tiene que escarbar y atravesar esa estática para sacar algo.”

Luis asintió, pero no volvió la semana siguiente.

Su hermana, por supuesto, no tenía esas dudas. No tenía paciencia para la autocompasión ni el perfeccionismo.

—Estás intentando demasiado ser profundo —le dijo una vez durante un desayuno de pan tostado quemado y café instantáneo en el patio—. Solo escribe como hablas cuando no estás tratando de impresionar a nadie.

Lo intentó. Realmente lo intentó.

Para escapar del miedo al juicio, empezó a enviar escritos bajo un seudónimo: Michael River. Sonaba vagamente estadounidense, como alguien que podría vivir en Brooklyn o manejar una moto por Nevada. No tenía idea de dónde quedaban esos lugares, pero inventar una historia para Michael lo ayudaba a fingir. Más importante aún, no era él. Michael River podía ser más audaz, menos cohibido. A Michael River no le importaban la puntuación, las estrofas ni la métrica. Michael River escribía sobre chicos que se enamoraban de fantasmas, sobre detectives que entrevistaban pájaros, sobre una versión de Santiago donde la ciudad susurraba su historia a través de grietas en el pavimento.

El blog donde publicaba estas historias se llamaba The River’s Mouth, y nunca atrajo a más que unas pocas docenas de lectores, pero eran fieles. Algunos incluso dejaban comentarios. “Esto me hizo llorar.” “Necesitaba esto hoy.” “¿Quién eres, Michael?”

Nunca respondía. Pero siempre leía los mensajes, a veces los releía por la noche cuando el silencio se volvía demasiado opresivo. Le ayudaban a sentirse mejor consigo mismo cuando se sentía mal por no haber podido regresar a la universidad.

Fue Consuelo quien primero sospechó. —¿Michael River, eh? —dijo una tarde, levantando la vista desde su laptop, que había abierto sin pedir permiso—. Pudiste haber elegido algo más cool. Como Luis Storm o Nico Midnight.

Él sonrió, pero el estómago se le encogió. —No le digas a mamá.

—Por favor —dijo ella, poniendo los ojos en blanco—. Aún se preocupa por ti, esto la haría sentir mejor, ¿sabes?

Y aun así, a pesar de las bromas, lo apoyaba como solo ella sabía hacerlo, sin alardes, sin exigencias. A veces le enviaba enlaces a revistas literarias poco conocidas. Una vez, le mandó por correo un cuaderno hecho a mano, lleno de páginas en blanco y una nota alentadora escrita en la portada interior.

No usó el cuaderno. Aún no. Se quedó en su escritorio como un desafío. No lo usó hasta mucho después.

Había una tarde que Luis recordaba con extraña claridad. Había llovido por la mañana y el patio estaba húmedo, el aroma a tierra mojada llegaba hasta él por las ventanas abiertas. Consuelo había regresado de una temporada en Argentina, con el pelo teñido con mechones verdes y sus jeans cubiertos de motas de arcilla. Se sentaron en el suelo, bebiendo vino barato en caja, y ella le preguntó: —¿Por qué escribes, Luis?

Él dudó. —Porque no sé cómo no hacerlo.

Ella sonrió. —Esa es la única respuesta verdadera.

Eso era lo especial de Consuelo. Lo hacía creer, por un momento, que el arte importaba más que el miedo. Que la belleza valía el riesgo. Por eso, cuando ella puso en pausa su arte para tomar un trabajo, él creyó que era algo temporal, y que eventualmente volvería a crear. Las palabras de Consuelo lo hacían sonreír, eran como pilares que sostenían su confianza.

Pero Luis no lograba deshacerse de la duda. No por completo.

En las reuniones familiares, su madre sonreía con orgullo al hablar de las exposiciones de Consuelo, mostrando fotos en su celular. Cuando se trataba de Luis, le sonreía con ternura y preguntaba: —¿Cómo te sientes hoy?

Le dolía como una cuchillada. Ella era solidaria, y era amable, pero eso tenía un lado oscuro. No esperaba nada de él, por eso no se decepcionaba cuando él no lograba más.

No la resentía. No exactamente. Pero la pregunta se quedaba.

¿Qué soy? ¿Qué haré conmigo mismo si mi escritura nunca es más que un sueño?




CAPÍTULO 3 – ESQUIZOFRENIA Y LA FRAGILIDAD DE LA MEMORIA

Luis Carmona siempre supo que su mente era diferente.

Incluso de niño, creciendo en el estrecho pasaje Acevedo de Providencia, había señales. Tenía sueños que se quedaban demasiado tiempo, a veces sentía que alguien lo llamaba por su nombre, pero al girarse, no había nadie allí. También sentía sensaciones que parecían demasiado reales para ser imaginadas, y sentía que procesaba las cosas más lento que los demás. Sin embargo, eso no era un problema que afectara realmente su vida en ese entonces.

No fue hasta que cumplió veinte años, durante una noche que comenzó con curiosidad y terminó muy mal para él, que el peso completo de lo que sería su enfermedad mental se reveló.

Para Luis, la parte “durante” de su vida comenzó cuando probó San Pedro.

El cactus, sagrado en rituales andinos, era conocido por sus propiedades alucinógenas. Había caído tan lejos de la gracia, ese cactus, de planta sagrada a droga recreativa. Su amigo universitario se lo había dicho con un aire de misticismo. “Viajarás lejos”, le dijo el hombre, ofreciéndole el amargo brebaje en una taza de madera.

Luis ya ni siquiera recordaba el nombre de ese viejo amigo. Le parecía irónico, ya que ese hombre fue un punto clave en el inicio de una nueva y aterradora fase de su vida.

Luis nunca lo había bebido antes. No tenía experiencia con drogas, ni interés previo en los psicodélicos o estados alterados. Pero tenía veinte años, buscaba emoción y diversión. No quería que su amigo pensara que era un cobarde, así que, a pesar de sus dudas, decidió probarlo. Su amigo tomó un gran sorbo y parecía estar pasándola bien. Así que él bebió.

Lo que siguió no fue un viaje. Fue el deshilachamiento de su mente. Su amigo parecía divertirse, tirado en el suelo riéndose solo. Sin embargo, Luis tuvo una experiencia drásticamente diferente.

Sintió como si hubiera metido su cerebro en una licuadora. Oleadas de dolor lo azotaban mientras diferentes imágenes, sonidos y sensaciones lo atacaban. Sintió que su alma se desprendía y se sacudía fuera de su cuerpo. Su respiración se volvió errática. Gritó. Suplicó regresar. Pero nadie vino a rescatarlo. Estaba atrapado en su propia mente y no había salida.

Cuando los efectos comenzaron a disminuir, Luis ya no era el mismo.

Esa noche marcó su primer brote esquizofrénico.

Nada tenía sentido para él. El mundo se volvió más ruidoso y más hostil debido a las voces en su cabeza.

Continuó así, interrumpiendo su vida una y otra vez hasta que tuvo que abandonar la universidad.

Cuando llegó el diagnóstico, esquizofrenia crónica, lo aceptó como alguien que recibe un cheque sin fondos de un estafador conocido: con resignación sin sorpresa. Tenía veinte años y se caía dentro de su propia mente. Sus sueños de convertirse en psicólogo se evaporaron. Sus metas se marchitaron entre pastillas y citas médicas.

Ya no era un estudiante.

Era un paciente. Quería que las cosas cambiaran, pero su mente se sentía como su propio enemigo.

Tres años después, justo cuando había aprendido a caminar otra vez entre la niebla de los medicamentos y la terapia, algo nuevo empezó a crecer dentro de él.

Comenzó con una presión sutil en la mandíbula inferior. Un latido que iba y venía, y luego se quedó. Al principio pensó que era como su esquizofrenia: un truco de su mente. Sin embargo, a medida que el dolor empeoraba, empezó a darse cuenta de que era real. Comer se volvió difícil. Hablar lo empeoraba. Al principio, pensó que era un diente. Postergó ir al médico porque había visto demasiado del hospital desde que apareció su esquizofrenia.

Pero el dolor se intensificó. Se extendió. Se arrastraba por su rostro como una mano no deseada. Un lado de su mandíbula se hinchó; su cuello se puso rígido.

Cuando finalmente llegó al hospital, esperaba que le dieran antibióticos y lo mandaran a casa.

En cambio, le hicieron una tomografía. Luego vino el diagnóstico.

—Es un queratoquiste gigante —dijo el médico, señalando la radiografía—. Dentro del hueso de la mandíbula. Está empujando todo fuera de lugar.

Luis miró la imagen, la sombra ovalada y negra debajo de sus dientes.

—¿Es cáncer? —preguntó. Realmente lo pensaba, con todo lo que le había estado pasando, tener cáncer sería simplemente la cereza del pastel.

—No. No es maligno. Pero está comiéndose el hueso. Hay que sacarlo.

Los médicos se prepararon rápidamente para la operación. Luis tenía veintitrés años, la cara hinchada, los pensamientos distantes. No tenía energía ni siquiera para darse palabras de consuelo. Su madre fue al hospital, se sentó a su lado y rezó en susurros.

El día de la operación, lo llevaron a una sala que olía a cloro y desinfectante. Le pidieron que contara hacia atrás, otra vez.

—Diez... nueve... ocho…

Cuando despertó, no podía hablar.

Su mandíbula estaba vendada y con alambres. El dolor florecía detrás de sus ojos como tinta en el agua. Un tubo salía de su boca para drenar fluidos. Le ardía la garganta. Sin embargo, había un rayo de esperanza en su situación.

El quiste había desaparecido.

Había sido grande. Se había incrustado profundamente en el hueso como un parásito, debilitando la estructura hasta el punto de casi hacer que su mandíbula se fracturara desde dentro.

El cirujano le dijo que tuvo suerte de que no se hubiera extendido más. Que pudo haberlo desfigurado. Que pudo haber regresado, si no lo hubieran detectado.

Luis asintió, pero en su mente, algo ya había cambiado.

El queratoquiste lo perseguía, no solo por el dolor que le causó, sino por lo que simbolizaba.

Había crecido dentro de él en silencio. Había echado raíces en su cuerpo sin permiso. Lo había vaciado por dentro.

Y en eso, Luis vio el mismo patrón que en su esquizofrenia. Dos invasiones. Una en el hueso. Otra en el cerebro. Ninguna visible hasta que fue demasiado tarde. Ninguna benigna.

El quiste había sido extirpado, pero cómo deseaba poder decir lo mismo de su esquizofrenia. No aparecía en una radiografía. No había una sombra negra clara a la que señalar. No había cirujano con guantes. Solo pastillas. Terapeutas. Y la esperanza, cada vez más tenue, de que tal vez algún día todo mejoraría.

Y aun así, “mejor” nunca era “normal”. Solo era un poco más soportable.

La recuperación llegó lentamente. Sanó. Volvió a masticar. Volvió a hablar. Los médicos dijeron que la cirugía había sido un éxito.

Pero Luis no se sentía como un éxito. Los médicos le aseguraban que su salud mejoraría.

Pero Luis conocía la verdad: su salud era una delgada capa de hielo. Incluso cuando parecía calma, había cosas terribles gestándose bajo la superficie.

Luis Carmona no sabía que su mundo podía darse vuelta con una sola llamada.

Una tarde de verano en Santiago, con el cielo pálido y pesado sobre los techos de Peñaflor, su madre marcó los números de la línea del gobierno con los dedos temblorosos. Estaba sola en casa. Luis caminaba en círculos por el living, murmurando con urgencia, sobresaltándose ante voces que nadie más escuchaba.

Luis se encontró gritando, vociferando a cosas que no estaban allí. Su madre intentó suplicarle que se calmara, intentó tomarle las manos, pero él estaba demasiado alterado como para detenerse.

Ella ya había presenciado episodios antes, pero nunca así. Nunca con tal intensidad. Sus ojos estaban desorbitados, sus manos temblaban. Llevaba dos días sin dormir y no había tomado su medicación. Su quiebre mental era casi tangible, llenando la habitación de tensión y a su madre de preocupación.

No era violento. No era peligroso para nadie más que para sí mismo. Pero estaba perdido. Su madre lo miraba y no podía dejar de asustarse: no parecía él mismo.

Así que llamó. La línea era una que había escuchado en la radio. Era una línea de apoyo de salud mental operada por el Ministerio de Salud. Esperaba que alguien del otro lado le ofreciera orientación. Tal vez le sugirieran un terapeuta o una clínica local. No quería una emergencia. Solo quería ayuda para su hijo.

Pero esa llamada cambiaría todo para ellos.

Los paramédicos llegaron en menos de una hora.

Entraron lo más rápido que pudieron, como si fueran soldados, no profesionales médicos. Eran dos hombres y una mujer con batas blancas, y una ambulancia parpadeando como advertencia en la calle. Luis se había refugiado en su dormitorio para entonces. Su madre intentó hablarles con calma, explicar que su hijo tenía miedo, que necesitaba compasión, no contención ni ser reducido.

Ellos asintieron al entrar en su habitación.

Pero no importó.

Luis entró en pánico en cuanto vio la camilla.

Gritó, suplicó, se arrinconó contra la pared. No dejaba de preguntar: “¿Quiénes son?”, “¿A dónde me llevan?”, “¿Qué hice?”. Las palabras le salían a borbotones, llenas de confusión y miedo, mientras hacía todo lo posible por mantenerse fuera de su alcance. Los paramédicos se miraron entre ellos y sacaron las correas. Su madre intentó intervenir, explicó que él no era peligroso y que ella no había pedido que lo llevaran. Pero le dijeron que desde el momento en que se hizo la llamada, ya no estaba en sus manos. Que tenían órdenes. Que había un protocolo.

Ella se quedó parada en la entrada, llorando, mientras las puertas de la ambulancia se cerraban.

Luis no recordaba mucho del trayecto en ambulancia.

Recordaba destellos: el cuero frío de la camilla, la sirena aullando como un bebé herido, la aguja en su brazo que calmó sus extremidades temblorosas, y la voz de su madre, al principio cerca, luego finalmente lejana. Ella repetía su nombre una y otra vez, como una oración.

El hospital era blanco y sin ventanas. El tipo de lugar donde el tiempo no pasaba fácilmente. Le quitaron la ropa, le dieron una bata. Una enfermera le pidió su nombre. No pudo responder, y aunque hubiera podido, nadie lo habría escuchado.

Solo repetía: “No estoy enfermo. No soy peligroso. Solo me estaba escuchando a mí mismo.”

Lo encerraron en una habitación que olía a desinfectante.

Los electrochoques llegaron al tercer día.

No se lo dijeron. No hubo formulario de consentimiento. Ni explicación. Recordaba estar acostado en una cama, con las manos atadas. Un gel frío en sus sienes, seguido de dos piezas metálicas heladas. Las luces sobre él eran tan brillantes que tuvo que cerrar los ojos. Un doctor dijo algo antes de comenzar el “tratamiento”, quizás su nombre, quizás un número.

Luego, nada. Solo oleadas de dolor atravesándolo una y otra vez. Intentó resistirse, pero no había dónde huir. El dolor se abría paso por su cabeza hacia abajo. Se perdió en el dolor, eventualmente.

La madre de Luis se enteró dos días después. Una enfermera lo mencionó por accidente durante una consulta de rutina.

—Su hijo está respondiendo bien a la TEC —dijo—. Acabamos de terminar la segunda sesión.

—¿Qué? —preguntó su madre, con el corazón retumbando—. ¿Qué sesión?

—Terapia electroconvulsiva —aclaró la enfermera, como si fuera obvio—. Es parte de su plan de tratamiento.

—Nadie me lo dijo —dijo ella—. No estuve de acuerdo con eso. No lo aprobé.

La enfermera se encogió de hombros. —Tiene más de dieciocho. Internación involuntaria. Los médicos tomaron la decisión, es lo mejor para él.

—¿Cómo pudieron simplemente hacerlo? ¿Le preguntaron al menos?

—No tenemos que hacerlo, tiene capacidad disminuida. Esto debe hacerse para evitar que sea una amenaza para sí mismo y para la sociedad —dijo con una expresión indiferente que hizo que la madre de Luis sintiera deseos de golpearla.

—Pero yo solo llamé para pedir información —susurró—. Solo eso. Yo no quería nada de esto.

La cuenta llegó después. Más de tres millones de pesos chilenos, aproximadamente 4.000 dólares. Terapia electroconvulsiva, varias noches de hospitalización, medicamentos administrados, tarifas de ambulancia. Todo detallado como una enciclopedia de problemas financieros. No había línea de consentimiento. Solo una cuenta… y un hijo con la mente hecha pedazos.

La madre de Luis pagó lo que pudo. La familia ayudó. Pero la deuda no era solo económica. También sentía culpa. Repasaba ese día una y otra vez preguntándose si podría haber hecho algo distinto.

Luis regresó a casa cambiado.

No mejor. No peor. Solo… distinto.

No habló durante los dos primeros días. Se quedaba mirando por la ventana durante horas. Sus poemas se detuvieron. Sus diarios quedaron en blanco. Cuando Consuelo lo visitó, por primera vez, él la miró como si fuera una extraña.

A ella se le rompió el corazón al verlo así; tan diferente de quien solía ser.

Y él nunca le mencionó nada al respecto, ni siquiera cuando empezó a recordar quién era. Había recuperado lo suficiente de sí mismo como para saber cuánto le dolería.

Nunca culpó a su madre.

Sabía que ella había llamado con amor en el corazón. Pero también sabía que el sistema imperfecto había retorcido esa intención en algo monstruoso.

—Quería que vivieras —le dijo ella una vez, mucho después, con los ojos rojos.

—Lo sé —respondió él.

Entonces tomó su mano.

Y en ese momento silencioso, entre el dolor y el amor, Luis escribió en su mente el primer verso de un nuevo poema:

A veces la ayuda llega como un cuchillo,

no para matarte, sino para tallarte en otra persona.

Nunca terminó ese poema. No lo necesitaba. El dolor decía suficiente.

Cuando llegó el momento de comenzar a reconstruirse, lo llevaron con el Dr. Gómez, un psiquiatra tranquilo y experimentado, de ojos tristes. Luis no entendía las preguntas que le hacían al principio. Sus pensamientos colisionaban, las voces resonaban en su cabeza, y se sentía fuera del tiempo y, al mismo tiempo, aplastado por él. El Dr. Gómez lo diagnosticó con esquizofrenia.

Esquizofrenia crónica, para ser exactos. No era un diagnóstico nuevo para él.

Pero aún no comprendía que eso moldearía las próximas décadas de su vida, que lo acompañaría por clínicas y consultas, por recetas e aislamiento.

Con el tiempo, Luis fue atendido por muchos psiquiatras. Cada uno le ofrecía un nuevo enfoque, una nueva manera de lidiar con las sombras de su mente. Experimentaron con medicamentos, antipsicóticos, estabilizadores del ánimo, sedantes. A veces, los tratamientos venían en combinaciones que atenuaban las alucinaciones pero también apagaban todo lo demás. Luis perdió el apetito, el deseo sexual y el sentido de sí mismo. Los colores vibrantes de la vida se desvanecieron en pasteles apagados.

A pesar de todo, Luis nunca dejó de buscar significado.

Aunque su memoria era intermitente, fragmentada por los medicamentos, el trauma y los electrochoques. Recordaba una cosa con claridad: la oración. La iglesia. La fe.

La familia de Luis siempre había sido espiritual. De niño, podía distanciarse un poco de eso. Sin embargo, después del diagnóstico, los rituales religiosos dejaron de ser solo creencias y se volvieron una forma de sobrevivir. Comenzó a asistir a misa cada semana. El incienso, los cánticos solemnes, las lecturas bíblicas no eran solo tradiciones; eran formas de anclarse cuando sentía que todo lo demás se desvanecía.

La iglesia le dio más que consuelo: le dio un sentido de orden. Un recordatorio de que el sufrimiento, aunque personal, podía disolverse con fe. Que la esperanza, incluso tenue, tenía su propia luz sagrada.

Otras partes de la vida de Luis también empezaban a caer en una monotonía agradable. Sus sesiones de terapia en Redgesam se volvieron rutina. Terapia ocupacional, controles semanales, medicación. Su psiquiatra cambiaba cada pocos años. Ahora estaba bajo el cuidado del Dr. Bustos, quien gestionaba su caso a distancia a través de teleconsulta. Las citas eran breves, quince minutos en pantalla. Una pregunta sobre su estado de ánimo. Un recordatorio para seguir tomando la olanzapina. Luego, un correo con la receta.

Tomaba dos pastillas al día. Sin ellas, los síntomas regresaban. Pero con ellas, había sacrificios. Se sentía lento. A veces se quedaba a mitad de una frase. Su cuerpo, pesado. Pero conocía las consecuencias de dejarlas. Ya lo había intentado una vez, años atrás. En cuestión de días, las visiones volvieron. Luego los susurros. Luego esa sensación de ser seguido por algo antiguo e invisible.

Luis sabía que el mundo no era justo.

Había visto cómo trataban a los enfermos mentales, con miedo, con desdén, con silencio. Había pasado tiempo en salas de espera donde nadie miraba directamente a los pacientes. Había caminado por calles donde otros cruzaban al lado opuesto cuando lo escuchaban murmurar para sí mismo. Había vivido, a veces, bajo el peso de un estigma que le decía que estaba roto.

Pero incluso en esa conciencia, se mantenía extrañamente esperanzado.

—He sufrido —le dijo a Carolina, su terapeuta en Redgesam, durante una sesión—.

—Pero aún creo que hay esperanza. A veces la veo en la luz de la mañana. O cuando rezo con verdadera fe. O en un poema que no recuerdo haber escrito.

Ella asintió, y por una vez, no escribió nada.

Luis no hablaba mucho sobre cómo se sentía respecto al electroshock. Ni siquiera con Carolina.

Pero había momentos, silenciosos, en los que el tema surgía de manera indirecta. Olvidaba el nombre de un primo. O luchaba por recordar la distribución de su antigua casa. Una vez se quedó mirando una foto de su hermano mayor, Carlos, durante casi diez minutos, tratando de invocar un recuerdo que no llegaba.

—A veces creo que me borraron con la electricidad —susurró una vez, sin saber si realmente quería ser escuchado.





CAPÍTULO 4 – LA NOCHE EN QUE NERUDA LO VISITÓ

Fue el 8 de agosto de 2016, la noche en que todo cambió.

Luis no recordaba qué había comido ese día, ni si había tomado su medicación. Tal vez se la había saltado; a veces lo hacía cuando regresaba la energía creativa. El mundo se sentía más pesado cuando estaba medicado, como si alguien hubiera presionado el botón de silencio en su mente. Pero esa noche, el cielo vibraba con un extraño resplandor, las paredes susurraban versos, y Luis se sentía, por primera vez en meses, despierto.

Estaba solo en su escritorio, en el pequeño departamento que compartía con sus recuerdos rotos y cuadernos apilados como ruinas. El aire olía a cera de vela y tinta. Una lámpara brillaba a su lado, proyectando largas sombras sobre el suelo. Las manecillas del reloj temblaban acercándose a la medianoche.

Fue entonces cuando llegó la luz blanca.

No era la ampolleta, aunque por un momento pareció parpadear. No era la luna, que estaba delgada como una nube colgando sobre ella. Esta luz venía de ninguna parte y de todas partes. Se elevaba como niebla, centelleante, palpitante, viva.

Y en el centro, vio a un hombre.

Mayor. Corpulento. Calvo. Con un bigote ralo y ojos anormalmente brillantes. Llevaba un traje marrón suave y estaba descalzo sobre el piso de baldosas de Luis. Había polvo en sus hombros, como si hubiera caminado un largo trecho por un camino polvoriento.

Luis se quedó inmóvil. Su mano temblaba alrededor del bolígrafo. Su corazón golpeaba un ritmo que no sabía nombrar. Nunca había conocido al hombre, pero sabía quién era. ¿Cómo no hacerlo? Había visto su rostro en las portadas de sus libros.

—Pablo Neruda —susurró.

El fantasma asintió solemnemente.

No habló, no con palabras. O tal vez sí, pero no con sonido. El aire se transformó.

Luis cayó de rodillas. Los ojos le ardían al tratar de asimilar lo que ocurría.

El fantasma levantó una mano y señaló hacia el escritorio.

Allí, sobre la madera, estaba su viejo cuaderno de cuero, el que le había regalado su hermana Consuelo. Aquel que había pensado quemar cuando creyó que su mente estaba demasiado fracturada como para crear algo bueno o valioso.

Pero ahora, lo llamaba.

—¿Estoy muerto? —preguntó Luis en voz alta.

—Carmona, he venido a ayudarte a completar tu leyenda. Vamos a escribir el mejor libro de poemas de todos los tiempos. Tendrás que agregar ilustraciones en blanco y negro al final.

—¿Por qué? ¿Por qué me ayudarías? —preguntó.

Neruda no respondió. No hacía falta. Luis supo, de algún modo, que no había una respuesta que la mente humana pudiera comprender.

Esa noche, Luis escribió como un hombre poseído.

Empezó con un poema, corto, quebrado, apenas coherente. Luego otro. Y otro más.

Cada tanto levantaba la vista y veía al fantasma de pie en la esquina, brazos cruzados, asintiendo lentamente. Un mentor desde el más allá.

No podía detenerse, y no quería. La inspiración era como un pozo profundo.

Por la mañana, la mesa estaba cubierta de tinta y borradores arrugados.

Por la tarde, no había comido.

Al segundo día, Consuelo golpeó su puerta.

Él no respondió. La puerta estaba sin llave, pero había empujado una silla contra ella, y a Consuelo le costó entrar. Cuando lo hizo, encontró a su hermano sin camiseta, empapado en sudor, murmurando versos en una vieja grabadora. Sus ojos estaban desorbitados. Sus dedos manchados de tinta.

—Luis, no has dormido —dijo ella.

—Estoy escribiendo el libro, Consuelo —respondió—. El libro. El que Neruda me pidió.

No sabía qué decirle, solo lo miró con preocupación en los ojos.

—Lo sé —susurró—. Pero necesitas descansar.

Él volvió a mirar su cuaderno. —El descanso es para quienes han terminado su labor. Yo apenas empiezo.

Consuelo intentó alcanzarlo, pero como él seguía ignorándola, lo único que pudo hacer fue marcharse.

Para la tercera noche, Luis había dejado de hablar.

Sus labios se movían, pero solo salían versos. Una tarde, su madre se sentó a su lado y le acarició el rostro con suavidad.

—Mijo —dijo—. Nos estás asustando.

Él parpadeó, los labios agrietados y secos.

—Tú no lo ves —susurró—. Pero yo sí. Aún está aquí. No se ha ido.

A ella se le llenaron los ojos de lágrimas. No sabía si creerle o buscar ayuda. Pero le preocupaba lo que pasaría si llamaba. Los recuerdos de la última vez aún estaban frescos.

En ese frenesí, Luis produjo más de veinte páginas de poesía.

Entonces, una mañana, Neruda ya no estaba.

No hubo luz. No hubo voz. Solo silencio.

Luis despertó inclinado sobre el escritorio, el cuerpo adolorido. La visión borrosa. El cuaderno cerrado, descansando bajo su frente.

No recordaba haberlo terminado. No recordaba haber escrito la mayor parte.

El trance se había roto.

Se levantó con dificultad, caminó hacia la ventana y miró la gris mañana santiaguina. El sol era débil. La ciudad, ruidosa. Los autos pasaban. La vida seguía.

Y por primera vez en días, se sintió solo.

Las semanas que siguieron fueron un descenso lento de regreso a la tierra.

Volvió a Redgesam. El Dr. Bustos ajustó su medicación. Carolina le habló con compasión silenciosa. Su familia orbitaba alrededor de él como satélites: preocupados, cautelosos. Luis durmió casi un día entero. Cuando despertó, no abrió el cuaderno.

Tenía miedo de lo que encontraría.

Cuando finalmente lo hizo, sintió tanto horror como asombro. Algunas páginas eran incomprensibles, llenas de trazos salvajes y símbolos crípticos. Otras eran extrañamente lúcidas, dolorosamente hermosas. Lloró al leer un poema sobre su hermana y el aroma a eucalipto en Peñaflor. Se rió con una estrofa que describía a Carlos como “un faro con el foco roto.”

Pero la verdad era esta: no recordaba haber escrito la mayoría.

Era como si alguien más —otra versión de sí mismo— hubiera escrito el libro.

Y, en cierto modo, él creía que así era.




CAPÍTULO 5 – DE LA HABITACIÓN AL MUNDO

Luis Carmona alguna vez describió su mente como “una habitación vacía con las ventanas abiertas”.

Cuando garabateó esa línea en un cuaderno manchado de café a las 3 de la mañana, jamás imaginó que un día sería citada en francés, traducida al japonés, impresa en bolsos de tela en cafés de Brooklyn y proyectada en la pared de un festival de poesía en Berlín.

Pero así fue.

De alguna manera, contra todo pronóstico y desafiando diagnósticos, medicamentos, vacíos de memoria y silencios, su libro había saltado más allá de su departamento, más allá de Santiago, incluso más allá de su país.

Había pasado de su habitación al mundo.

Al principio, fue solo un blog.

Luis había publicado un puñado de poemas del manuscrito en línea después de que su hermana Consuelo lo animara. Ella lo ayudó a elegir los que se sentían coherentes, poderosos, extraños pero luminosos. Hizo un sitio web simple: solo su nombre en letras negras sobre fondo blanco.

Una vez que lo publicó, no volvió a pensar en ello. Para su sorpresa, sus poemas explotaron. Le asombró descubrir que tanta gente apreciaba su poesía, y que tantas personas se sentían identificadas con las palabras contenidas en ella.

En una semana, un poeta chileno radicado en París los encontró. Luego un profesor de literatura en México. Un traductor en Montreal pidió permiso para traducir algunos textos al francés. Y después llegaron los correos. Los comentarios. Las solicitudes. La cámara de eco digital, viva y multiplicándose.

Seguía viviendo en el mismo pequeño departamento de paredes disparejas y luces titilantes. Seguía viendo a Carolina cada lunes en Redgesam. Seguía tomando su olanzapina, dos comprimidos cada noche. Seguía manteniendo un rosario junto a la cama.

Pero ahora, la gente le escribía. Cientos. Miles. Desconocidos que se veían reflejados en los poemas. Personas con esquizofrenia. Personas que habían perdido la memoria. Personas que amaban su poesía.

Luis no sabía cómo responder. Apenas recordaba haber escrito el libro.

A veces, cuando el cartero traía paquetes extranjeros, miraba a su alrededor y se preguntaba si estaba soñando. Más de una vez, tocó las paredes para comprobar si aún estaba en el mundo real.

Su familia estaba eufórica.

Su madre lloró al ver el libro en la vitrina de una librería local. —Lo lograste —le dijo, tomándole la mano.

Incluso sus parientes, que durante años habían llevado en silencio el miedo por él, irradiaban orgullo. Su madre llevó el libro a la iglesia. Se lo mostró al sacerdote. Le dijo a cada vecino que su hijo ahora era poeta.

Por un tiempo, Luis sintió que había ganado algo, aunque no sabía bien qué.

Pero el éxito también traía rarezas.

Se sentía observado. No por fantasmas, sino por personas. Gente real. En el café, en la farmacia, en el metro. Un joven de veintitantos una vez se le acercó con lágrimas en los ojos y le dijo: —Tus poemas me salvaron.

Luis le dio las gracias y se alejó rápidamente, sin saber qué hacer con ese tipo de peso.

No se sentía un salvador, pero esa era la carta que le había tocado.

Algunas noches, se quedaba despierto en la cama tratando de entenderlo todo. ¿Por qué yo? ¿Por qué el libro tocó a la gente? ¿Qué fue lo que cambió?

No lo sabía.

Seguía olvidando cosas. A veces perdía una palabra a mitad de una frase. A veces releía un poema y no recordaba haberlo escrito. Seguía viendo destellos, medias imágenes de lugares que no existían, o de personas que no conocía. Seguía temiendo que volvieran las voces. Que el silencio se resquebrajara.

Pero ahora había un mito construido a su alrededor. Una narrativa de redención. De triunfo a través del sufrimiento. De esquizofrénico a fenómeno literario: había visto los titulares.

Pero no podía creer en ellos. Porque no era tan simple.

Las personas que vendían esas historias parecían pensar que estaba curado, que era un hombre nuevo. Pero él sabía que no era así.

Temía que algún día se dieran cuenta de ello y se volvieran en su contra.


Todavía sentía que había una parte vacía en su mente, como si el vaciamiento de su cerebro siguiera en marcha.

Y, sin embargo, irónicamente, lo que vino después de ese vaciamiento fue el libro. La voz. Los poemas. Como si la quema de sus recuerdos hubiera hecho espacio para algo más.

En una lectura pública en Santiago, alguien le preguntó:

—¿Lo cambiarías todo? ¿La enfermedad, las alucinaciones, el trauma, si eso significara que nunca escribiste el libro?

Era una pregunta que se sintió como un golpe en el estómago. No pudo evitar preguntarse qué tipo de persona formulaba algo así.

Luis miró al público. Lo observaban con expectativa, rostros abiertos, listos para conmoverse. Tal vez pensaban que diría que no, que atesoraba sus logros actuales por sobre todo. Tal vez pensaban que diría algo profundo sobre el valor de la poesía y lo mucho que valía la pena el sacrificio.

Pero no podía mentir.

—No lo sé —respondió. Y esa era la verdad.

Porque algunos días, sí deseaba que todo desapareciera. La medicación, la terapia, la vigilancia constante de su propia mente. El miedo a una recaída. El miedo a olvidar su propio nombre.

Tal vez esa respuesta decepcionaría a la audiencia, pero ellos no tenían idea de lo que era vivir en su cabeza.

Pero otros días, cuando el poema llegaba como una brisa, o cuando un desconocido le agradecía por darle forma a su dolor…

Esa noche, después de recibir esa pregunta, Luis caminó solo a casa bajo la oscuridad. A su alrededor, Santiago zumbaba con sonidos lejanos. No se sentía famoso. Se sentía como un hombre que regresaba de algún lugar, sin estar seguro de dónde había estado.

Al llegar, abrió la ventana y dejó entrar la brisa. Encendió una vela. Sacó un cuaderno nuevo.

Y en la primera página, escribió:

Sigo siendo la habitación.

Pero ya no me siento vacío,

el viento trae nombres que no he perdido.

Luego cerró el cuaderno, sonrió y se sentó en el silencio.

No estaba curado. No estaba completo. Pero estaba listo para intentarlo.

Luis se rió.

Le había tomado tanto tiempo creer en la posibilidad. Tanto tiempo sentir que tenía derecho a salir de su país, no porque estuviera huyendo de algo, sino porque quería ver más del mundo.

Planearon un año en el extranjero, mitad inmersión lingüística, mitad alegre desenfreno. Museos y conferencias por las mañanas, pubs y poesía por las noches. Luis sabía que no sería fácil: su español era lírico, pero su inglés apenas alcanzaba a decir “hello” y “thank you”. Aun así, daba la bienvenida al desafío.

—Algún día escribiré un libro en inglés —dijo una vez, y lo decía en serio.

Nicolás alzó su copa. —Por la locura, y los mapas.

Pero antes del viaje, algo aún más profundo cambió: Luis se convirtió en padre.

No biológicamente. Joaquín ya tenía diecisiete años, navegando los últimos años de la adolescencia con la testarudez silenciosa de alguien que había visto fallar a demasiados adultos. Necesitaba a alguien. Y ese alguien, de repente, fue Luis.

Luis no supo cómo actuar al principio.

No tenía práctica. No sabía si debía sermonear o bromear. Si debía hacer preguntas o dar espacio. Nunca había criado a un niño; algunos días apenas podía sostenerse a sí mismo.

Pero Joaquín se mudó al departamento en Santiago, y el vínculo comenzó lentamente. Al principio fue tambaleante, como un niño aprendiendo a andar en bicicleta.

Joaquín estaba metido en problemas cuando llegó a Luis, pero él estaba decidido a apoyarlo. Se vio reflejado en su hijo: un joven que estaba abrumado. Hizo lo mejor que pudo por ayudar, pero al principio, Joaquín era como un erizo, lleno de púas para protegerse.

—¿Estás bien? —le preguntó Luis una noche.

—Todavía no lo sé —respondió Joaquín.

Luis entendía eso. Lo entendía profundamente.

No trató de arreglar al chico. Solo se quedó. Firme. Presente. Algunos días, eso significaba ayudar con la tarea. Otros, simplemente sentarse cerca sin decir nada.

Luis se descubría observando a Joaquín con una especie de protectora ferocidad que nunca antes había sentido.

—Esta es tu casa —le dijo una vez, colocando una llave en su palma—. No porque yo lo diga. Sino porque puedes irte y saber que seguiré aquí.

La independencia de Luis —financiera, emocional, espiritual— creció con cada estación que pasaba. Sus poemas le habían traído dinero, y eso le había traído espacio para crecer.

Pero de vez en cuando, en las horas quietas justo antes del amanecer, se sentaba junto a la ventana con una taza de té, mirando las luces de Santiago titilar abajo.

Y recordaba.

No los aplausos. No las librerías ni los festivales.

Sino la cama blanca. El silencio después de los electroshocks. El momento en que pensó que el mundo se había cerrado sobre sí mismo para siempre.

Luis sabía que a la gente le encantaban las narrativas de redención, pero él no creía en ellas.

Porque incluso entonces, con dinero en su cuenta, un pasaporte en el bolsillo y un hijo en la habitación de al lado, todavía sentía que una parte de él seguía en ese hospital. Lo que había vivido se sentía como los bordes de una herida antigua que nunca terminó de cerrar.

Una noche, mientras compartía un plato de empanadas con Joaquín en la cocina del departamento, el chico le preguntó:

—¿Eres feliz?

Luis hizo una pausa. Por primera vez en mucho tiempo, sintió la tentación de responder esa pregunta con la palabra “sí”.


CAPÍTULO 6 – LA ILUSIÓN DE LA RECUPERACIÓN


Luis Hernán Carmona había cruzado océanos para cuando llegó su cumpleaños número treinta y tres. No recordaba del todo cómo se habían reservado los pasajes, ni quién le había recomendado el pequeño departamento en Barcelona donde vivió brevemente aquel otoño. Pero había fotos en su teléfono: la luz del sol golpeando los azulejos rotos de Gaudí, su reflejo atrapado en los cristales de la Sagrada Familia. También había entradas en su diario, desordenadas y a medio terminar, a veces en inglés, a veces en un español deshilachado, con títulos como “Ecos de una ciudad sin nombre” o “Poema en el idioma de los fantasmas”.

Desde afuera, parecía estar prosperando.

Tras el inesperado éxito de Una habitación simple: Poemario, Luis se había convertido en una especie de fenómeno de internet. Nadie entendía cómo el libro se había vuelto viral. Algunos decían que era la crudeza del lenguaje, otros creían que era la belleza desesperada de sus metáforas sobre la pérdida de memoria lo que había capturado la atención del mundo. Para Luis, habían sido los fantasmas. Neruda, Mistral, Parra. Sus presencias habían sido tan vívidas aquella noche de agosto de 2016, que aún juraba que el aire había brillado con luz cuando la voz de Neruda resonó por primera vez en su cabeza. Tres días de escritura maníaca le siguieron. Había escrito como poseído y, cuando emergió, parpadeando, fue con un manuscrito que lo cambió todo.

Usó el dinero de las ventas y la atención mediática para empezar de nuevo. Un departamento en Ñuñoa, más tranquilo que su antiguo lugar en Providencia, pero lleno de luz y menos perseguido por los ecos de quien había sido antes. El viejo edificio donde creció, las cuatro casas del clan Acevedo, le parecían ahora otra vida. Fue en Peñaflor donde sintió por primera vez el impulso de ser algo más que un niño tímido y serio. Pero eso fue hace décadas, y el paso del tiempo había convertido sus hogares de infancia en fantasmas también.

En Ñuñoa, se rodeó de plantas, libros y silencio. Comenzó a hacer ejercicio, con timidez al principio; caminatas lentas por el Parque Bustamante, donde los sonidos de las patinetas retumbaban como recuerdos viejos. Su diagnóstico de esquizofrenia aún lo definía en los papeles médicos, y el residuo de los electroshocks seguía grabado en su cuerpo. Las mañanas traían dolores de cabeza que pulsaban detrás de su ojo derecho, y había semanas enteras que desaparecían en una niebla si no mantenía un cuaderno junto a la cama. Pero hacia fuera, vivía con dignidad. Cocinaba para sí mismo. Pagaba el arriendo a tiempo. Viajaba en micro con un aire de propósito silencioso.

A los 24 años, apenas podía mantenerse en pie después de los electroshocks. Aún recordaba haber despertado en una cama estéril, con saliva escurriéndole por la comisura de los labios, los pensamientos esparcidos como dientes rotos sobre el suelo de baldosas. Lo habían obligado a firmar los documentos del tratamiento estando exhausto, después de retenerlo durante días en la sala, negándole cualquier salida. Su madre estaba aterrada. Ella había llamado a la línea psiquiátrica del gobierno chileno, creyendo que estaba ayudando, sin darse cuenta de que lo estaba entregando a un sistema que borraría su mente en nombre de la sanación.

Luis se había resistido al principio. Su firma era temblorosa y renuente, pero lo quebraron. Los paramédicos llegaron en una ambulancia, sus uniformes impecables, sus movimientos mecánicos. Lo inmovilizaron y lo llevaron al hospital, donde un psiquiatra llamado Dr. Gómez lo declaró esquizofrénico, otra vez. Esta vez, el tratamiento no sería terapia ni medicación. Sería electricidad. Le aplicaron tres descargas. Tres corrientes de voltaje crudo que convirtieron la mente de Luis en niebla.

Cuando salió, no podía recordar su propio nombre. No de verdad. Le dijo al psiquiatra que era Miguel Río, un poeta. No un paciente, no un diagnóstico. Solo eso: un poeta.

En su nueva vida, se aferró a ese nombre como a un salvavidas.

Miguel Río escribía poemas en parques públicos, en el reverso de recibos, en servilletas olvidadas en cafés. A veces los desconocidos lo reconocían por los artículos en línea que circulaban sobre Una Habitación Simple: Poemario. Mujeres le escribían desde Canadá y Alemania, citando sus versos, diciéndole que nunca se habían sentido vistas hasta leer sus palabras. Luis sonreía al leer esos mensajes, pero algo en él permanecía distante, contenido. Recordaba—aunque apenas—cuán invisible se había sentido durante años. Después de los electroshocks, no solo había perdido recuerdos, sino también el deseo, el encanto, la fluidez que alguna vez le permitió moverse con soltura por fiestas y discotecas. Antes, había sido el tipo de joven del que las chicas susurraban en los pasillos del colegio. Después, se convirtió en un caso médico.

El libro revirtió eso. Las mujeres ahora venían a él. Algunas buscaban el mito. Otras querían estar cerca de la tristeza que él vestía como una bufanda de terciopelo. Hablaban con Miguel, no con Luis. Deseaban al poeta que había sobrevivido a la aniquilación. Luis se los permitía.

En uno de sus departamentos—una breve estadía en Buenos Aires, sobre una librería que olía a papel y a tiempo—escribió una carta para Joaquín, su hijo distanciado.

Joaquín había vuelto a su vida inesperadamente, a fines de 2024. Tenía diecisiete años, delgado y ojeroso, con ojos que ya habían visto demasiado de la calle. Había llegado desde Puerto Montt, huyendo de un hogar del que nunca hablaba, trayendo consigo un skate y un bolso con nada más que ropa vieja y dolor. Luis no conocía la profundidad de la adicción de su hijo al principio. Eso vino después; cuando desaparecieron las drogas de los cajones, cuando la policía llamó para decir que Joaquín había sido detenido robando en una farmacia.

Luis lo acompañó al tribunal de menores cada semana durante un mes. Primero con vergüenza, luego con solidaridad. Veía en Joaquín la misma luz atormentada que alguna vez había vivido en sus propios ojos. La pérdida. El deseo de pertenecer a algo. El eco de haber sido roto por fuerzas más grandes que uno.

Para 2025, Joaquín estaba limpio. Matriculado en clases de actuación para cine y televisión. Cantaba hip hop en micrófonos abiertos y grababa su voz en un viejo notebook en el living. Iba por las calles en su skate como un cometa, su cuerpo todo ritmo y movimiento. Luis se maravillaba ante la transformación. Ante cómo un niño podía echar nuevas raíces incluso en un suelo dañado.

Estaban aprendiendo a ser familia. Lentamente. En fragmentos. Como la memoria misma.

Luis hacía ejercicio dos veces por semana ahora, sobre todo entrenamiento con el propio peso corporal en el living, a veces trotando por las tardes cuando la luz del verano hacía brillar la ciudad. Estaba recuperando fuerza. Su cuerpo, antes lento por los medicamentos y los días sedentarios, comenzaba a sentirse ágil, más joven. No bebía ni fumaba. Asistía a su iglesia evangélica todos los domingos sin falta, arrodillado en el altar con las manos juntas, no por desesperación, sino por gratitud.

Rezaba por quienes no sobrevivieron a los electroshocks.

Algunos habían testificado con él en los tribunales; hombres y mujeres con líneas temporales rotas, vocabularios parciales, pero una necesidad ardiente de justicia. Se sentaron frente a abogados y neurólogos y describieron las formas en que sus pasados les habían sido robados. Algunos hablaban de despertar y no recordar los rostros de sus hijos. Otros olvidaban sus profesiones, su arte, sus sueños. Una mujer lloró porque ya no podía recordar el nombre de su primer perro.

Luis los escuchó a todos. Recogió sus palabras. No como poeta, sino como testigo.

La demanda fue presentada bajo el nombre Carmona vs. Ministerio de Salud. Su abogada, Camila Acuña, lo guió a través del laberíntico proceso: primero un Recurso de Protección, luego una denuncia formal contra el hospital público y la clínica privada que administraron las descargas. Los electroshocks habían costado 4 millones de pesos chilenos; casi $4,000 USD, y le habían arrebatado años. Pero la demanda era más que compensación. Era resistencia. Era la verdad hecha visible.

La prensa comenzó a cubrir el caso. Periodistas aparecieron en su puerta, algunos escépticos, otros reverentes. Le sacaron fotos en su departamento, enmarcado por libros y luz solar, el mito y el hombre uno al lado del otro. Cuando la Corte Suprema de Chile prohibió la terapia electroconvulsiva en 2027, nombrando la ley en su honor—la Ley Carmona—Luis lloró. No por la victoria, sino por lo que nunca podría ser devuelto.

Aun así, la recuperación no fue una línea recta. La ilusión de sanación persistía. Algunas mañanas, despertaba sin poder recordar en qué año estaba. A veces olvidaba citas, nombres, direcciones. Mantenía listas en el refrigerador: personas que amaba, cosas que tenía que hacer, oraciones que debía decir. Llevaba una tarjeta plastificada en la billetera que decía:

“Mi nombre es Luis Hernán Carmona. Soy poeta. Sobreviví a la terapia electroconvulsiva. Si estoy confundido o perdido, por favor contacte a mi hijo Joaquín al siguiente número…”

Por las noches, cuando el mundo se aquietaba y su mente comenzaba a deshilacharse, se sentaba en su habitación simple, aún sagrada, y escribía. Los fantasmas venían con menos frecuencia ahora. Neruda ya no hablaba. Parra estaba en silencio. Pero su ausencia no lo asustaba. Significaba, tal vez, que le habían pasado la pluma por completo.

Había más que decir.

Así que escribió: sobre Joaquín, sobre su madre, sobre el niño que fue antes de Peñaflor, antes de la operación de mandíbula, antes del cactus que liberó una locura demasiado grande para contener. Escribió sobre tener veinte años, estar asustado, alucinando voces, encerrado en una habitación con paredes acolchadas. Escribió sobre el tipo de silencio que solo los hospitales pueden producir—el silencio que te borra.

Y escribió sobre la esperanza.

La esperanza, no como un sentimiento, sino como una disciplina. La práctica de insistir en tu propio valor. La insistencia de que un hombre puede perderlo todo y seguir siendo poeta. Que puede ser llamado Miguel Río por accidente, y Luis Carmona por justicia. Que ambos nombres le pertenecen.

El departamento, con sus pisos de madera crujiente y palmas en macetas, no era un palacio. Pero era suyo. Y cuando se paraba junto a la ventana cada mañana, mirando los buses bajar por Vicuña Mackenna, sentía algo parecido a la paz; frágil, imperfecta, pero aún completa.

El mundo había intentado olvidarlo.

Pero él había recordado cómo escribir.

Hubo días en que Luis no estaba seguro de si Un Cuarto Simple: Poemario había ocurrido realmente.

El libro seguía existiendo, por supuesto. Podía tocar sus páginas, firmarlo para admiradores, ver la lista en Amazon donde su nombre, Luis Hernán Carmona, aparecía debajo de las reseñas elogiosas. Pero había algo en todo eso que se sentía como si perteneciera a otra persona. Como si una versión paralela de él lo hubiera escrito en otra vida, en otra mente. El éxito, repentino y surreal, brillaba en su memoria como un sueño del que no había terminado de despertar.

A menudo pensaba en aquella noche de agosto de 2016 cuando Neruda lo había visitado, o eso parecía. La luz blanca, la voz, la ráfaga febril de poesía. ¿Fue locura? ¿Revelación? ¿Esquizofrenia? ¿O algo completamente distinto, algo que aún flotaba justo más allá del borde del lenguaje? No lo sabía. El mundo no se detuvo a cuestionarlo. Leían el libro y lo llamaban un genio. Los medios hablaban de él como un poeta tocado por el misticismo, un hombre que había canalizado algo divino.

Pero Luis lo había vivido. Y cuando cerraba los ojos, no se sentía como un milagro. Se sentía como electricidad quemando sinapsis que aún no sanaban. Se sentía como un hombre escribiendo para sobrevivir al vacío que dejaron esos tres choques de poder que le habían forzado en el cráneo.

Algunas noches, caminaba de un lado a otro en su departamento sin poder dormir, la luz del techo zumbando encima como estática en una radio mal sintonizada. Se quedaba mirando el estante donde sus poemas estaban alineados junto a los de Neruda y Mistral, y se preguntaba en silencio, una y otra vez: ¿Esto realmente ocurrió?

En terapia, su psicóloga lo llamaba disociación. Un mecanismo de protección. Luis no estaba tan seguro. Sospechaba que era simplemente deterioro de la memoria. Un tipo de deterioro nacido no de la edad, sino de algo más profundo, más violento; un olvido provocado por el ser humano.

Aún tenía problemas para recordar los meses exactos posteriores al electroshock. Recordaba salir del hospital con la mano temblorosa de su madre sobre el hombro. Recordaba no reconocer su propio reflejo en el espejo. Y recordaba, sobre todo, el momento en que intentó escribir su nombre y, en su lugar, escribió: Miguel Río.

Ese nombre perduró. Ya no era solo un seudónimo. Se había convertido en una persona, un segundo yo que existía en entrevistas y apariciones públicas. Miguel Río era seguro de sí mismo. Sereno. Contaba historias de recuperación, de transformación, de triunfo sobre la enfermedad mental. Pero Luis —el verdadero, el dolido, el fragmentado Luis— observaba desde los bastidores, aún sin estar seguro de si alguna vez había regresado por completo de esa cama de hospital.

Fue en esas horas tardías de soledad, entre el elogio y la duda, cuando algo comenzó a cambiar. Una inquietud silenciosa echó raíces dentro de él, como una astilla bajo la piel que no desaparecía.

Al principio, la ignoró. Estaba vivo, ¿no? Estaba escribiendo, ¿no? ¿Qué derecho tenía a quejarse?

Pero entonces comenzó a recordar a los otros.

Recordaba a la mujer en la sala de espera del centro psiquiátrico, aferrada a una bolsa plástica llena de medicamentos y susurrando para sí misma, con los ojos moviéndose como aves. Recordaba al hombre con las manos temblorosas que ya no podía deletrear el nombre de su hija. Al viejo profesor que se paró en la corte y lloró porque había olvidado cómo enseñar.

Ellos no habían escrito éxitos de ventas. No habían tenido periodistas tocando a sus puertas. Y ellos también habían recibido electroshocks.

Luis había escrito poemas sobre fantasmas, pero estos no eran fantasmas. Eran personas. Personas olvidadas. Institucionalizadas. Sedadas. Descartadas.

¿Qué había sido de ellos?

Empezó a hacer listas. Nombres. Lugares. Fragmentos de conversaciones. Revisó sus antiguos diarios, papeles de alta del hospital, transcripciones de citas psiquiátricas. Abrió antiguos correos electrónicos de su abogada, Camila, y volvió a leer los testimonios que habían recopilado durante las primeras etapas de la demanda.

Surgieron patrones.

Formularios de consentimiento firmados bajo coacción. Pacientes mal diagnosticados o forzados a recibir tratamiento. Choques administrados sin evaluaciones neurológicas adecuadas. Hospitales que cobraban a las familias tarifas exorbitantes—cuatro millones de pesos chilenos por un solo ciclo de TEC—y luego dejaban a pacientes como Luis incapaces de recordar hechos básicos sobre sus vidas.

Le habían dicho que era necesario. Que había sido peligroso, psicótico, irrecuperable.

¿Pero realmente lo era?

Recordaba el cactus de San Pedro. La noche en que probó mescalina con amigos a los veinte años, ingenuo y curioso. Se había asustado, sí. Había escuchado voces, visto visiones, caído en el miedo. ¿Pero era eso esquizofrenia? ¿O una crisis inducida por drogas agravada por el aislamiento y el estigma?

A los veinticuatro, lo habían declarado incurable y lo ataron a una camilla.

A los treinta y uno, escribió el libro de poesía más vendido del año.

La contradicción lo devoraba por dentro.

Comenzó a asistir a más audiencias. Se presentaba en la corte incluso cuando su presencia no era requerida, sentándose en silencio al fondo, observando la maquinaria del sistema legal ponerse en marcha. Llevaba su cuaderno y anotaba todo. Palabras que salían flotando de las bocas de los psiquiatras: incumplimiento, resistencia al tratamiento, falta de conciencia de enfermedad, y las archivaba como evidencia.

Fue durante una de esas audiencias que conoció a Paula, una exenfermera psiquiátrica convertida en denunciante. Había trabajado en una clínica privada en Santiago durante más de diez años y había visto pasar por electroshock a más de cien pacientes.

“Llegan con miedo”, le dijo, con las manos apretadas alrededor de su taza de café, “y se van rotos”.

Describió los protocolos: evaluaciones apresuradas, máquinas obsoletas, ninguna terapia de seguimiento. “Nos enseñaron a creer que ayudaba,” dijo, “pero lo vi con mis propios ojos. El olvido. La desorientación. Un hombre olvidó completamente cómo hablar inglés, y era traductor.”

Luis escuchó. Esta vez no tomó notas. Solo escuchó.

Fue Paula quien le dio por primera vez el término: daño iatrogénico. Lesión causada por el propio tratamiento médico. Un fallo del mismo sistema destinado a sanar.

La frase lo golpeó como un rayo. Comenzó a leer literatura médica, revisando revistas académicas, informes de la OMS y guías éticas. Se contactó con activistas, neurólogos y sobrevivientes. La imagen se volvió más clara, y más oscura.

La terapia electroconvulsiva no había sido prohibida en Chile. Aún no. Continuaba en silencio tanto en clínicas públicas como privadas, a pesar de los debates globales sobre su eficacia y seguridad. Demandas como la suya eran raras. La mayoría de los pacientes no tenía los medios ni el apoyo para enfrentarse a las instituciones que los habían dañado. Y lo peor de todo, el gobierno no tenía un registro centralizado de quiénes habían recibido TEC. El daño no estaba documentado. No se reconocía. Era sistémico.

Luis sintió cómo el viejo fuego se encendía en su pecho, no el fuego maníaco del delirio, sino una ira más constante, justa. Una necesidad de dar testimonio.

Así que comenzó a escribir de nuevo; no poemas, sino declaraciones, ensayos, artículos. Publicaba bajo ambos nombres ahora: Luis Carmona y Miguel Río. Uno para el poeta. Otro para el sobreviviente.

Lo llamó La Memoria Robada: The Stolen Memory Project.

Comenzó un blog, entrevistó a otros pacientes y contactó a familias de quienes habían muerto bajo cuidado psiquiátrico. Escribió sobre la vez que su madre pagó cuatro mil dólares para que lo llevaran en una ambulancia en contra de su voluntad. Escribió sobre despertarse y no saber su nombre. Escribió sobre el silencio en los pasillos del hospital, ese que te hacía sentir que habías muerto y nadie te lo había dicho aún.

Y la gente respondió.

Los correos electrónicos llegaron de todo el país; historias como la suya, peores que la suya. Electroshock administrado a adolescentes. Pacientes ancianos incapaces de recordar sus propias direcciones. Padres obligados a firmar consentimientos bajo la amenaza de internación involuntaria.

Lo que antes había sentido como una tragedia personal ahora se revelaba como una herida social.

No estaba solo.

Ellos tampoco.

Esto no era sanación. Era represión. Control disfrazado de cuidado.

Y sin embargo, incluso mientras escribía, incluso cuando las demandas se multiplicaban y la prensa comenzaba a rondar con renovado interés, Luis luchaba con los fantasmas dentro de su propio cuerpo. Aún olvidaba cosas. Aún tenía noches en que los bordes del mundo se desdibujaban. Aún escuchaba voces, a veces; más suaves ahora, más lejanas, pero presentes.

Había hecho las paces con su esquizofrenia. No como una enfermedad a conquistar, sino como una parte de su verdad. Una sensibilidad, quizás. Una forma distinta de estar en el mundo.

Pero el electroshock, eso nunca lo eligió.

Eso le fue arrebatado.

Esa era la diferencia.

Elección.

El poeta elegía la metáfora.

El paciente nunca eligió el borrado.

Y así, Luis eligió recordar lo que pudiera. Llevaba los fragmentos de su pasado como cuentas de oración. El pasaje en Independencia con las cuatro casas Acevedo. Las tardes en Peñaflor con su hermana Consuelo pintando en el patio. Las noches en el Liceo Carampangue cuando se escapaba a bailar a discotecas, con la esperanza de ser visto. El día que lo expulsaron. El poema que escribió después. Su primer intento de estudiar psicología, la promesa de ello. El colapso tras San Pedro. El quiste en su mandíbula. La cirugía. El desvío. El silencio.

Estas cosas las atesoraba. No perfectamente, no completamente. Pero lo suficiente.

Lo suficiente para decir: Esto pasó. Yo estuve ahí. Aún estoy aquí.

Fue en esa creencia donde Luis encontró su fuerza; no en la recuperación, sino en la resistencia.

La ilusión había sido reconfortante, por un tiempo. El departamento. Las plantas. Las ventas del libro. Pero ahora lo veía claro: sanar no era olvidar. Era recordar, incluso si dolía, especialmente si dolía.

Y en la quietud de su cuarto simple, afilaba sus palabras como cuchillos; no para herir, sino para abrir lo que había estado oculto por demasiado tiempo.

Había más por escribir.

Había más por lo cual luchar.

Los fantasmas se habían ido. Pero él permanecía.

Y por primera vez, no tenía miedo de recordar.





CAPÍTULO SIETE - FUEGO LEGAL: LA DEMANDA CARMONA


Cuanto más leía Luis, más recordaba, y cuanto más recordaba, más imposible se volvía guardar silencio.

Lo que había comenzado como un goteo de duda—si Un Cuarto Simple: Poemario era real, si su éxito había nacido de la inspiración o del daño—se había convertido ya en una marea de indignación. Le subía cada mañana como fiebre, lo impulsaba al movimiento, le agudizaba el lenguaje. Ya no escribía solo para sanar. Escribía para exponer. Para acusar.

Había sobrevivido al electroshock y salido caminando, con cicatrices, pero vivo. La mayoría no había tenido tanta suerte. Algunos habían desaparecido en instituciones; otros se habían desvanecido en vidas privadas marcadas por la confusión y la desesperación. Cuanto más observaba Luis, más claro era el patrón: un sistema indiferente al consentimiento, envuelto en autoridad clínica, que se alimentaba del silencio legal y el misticismo médico.

Era hora de nombrarlo.

Era hora de luchar.

Comenzó a preguntar discretamente. Al principio, ni siquiera estaba seguro de qué tipo de abogada tomaría un caso así. ¿Negligencia médica? ¿Derechos humanos? ¿Derecho constitucional? Era poeta, no jurista. Pero sus preguntas eventualmente lo llevaron a un nombre susurrado con cierta reverencia entre quienes habían intentado, y fallado, enfrentarse a la medicina estatal: Camila Acuña.

Tenía fama de implacable. En sus treinta y pocos años, con el cabello corto y una mirada capaz de congelar al burócrata más evasivo, Camila había llevado casos de alto perfil sobre temas medioambientales, corrupción política y abuso policial. Recientemente había centrado su trabajo en la salud pública, tras la hospitalización y maltrato de su hermano en una clínica de Santiago por trastorno bipolar. Luis sintió una conexión inmediata con ella. Ella también había perdido a alguien en el vacío entre las instituciones y la humanidad.

Su primer encuentro fue en un café oscuro del Barrio Lastarria. Luis llegó temprano, cuaderno en mano, los nervios vibrándole en los dedos. Se había vestido con esmero: camisa abotonada, sus buenos zapatos, el anillo de plata que su hermana Consuelo le había regalado años atrás, pero aun así se sentía como un fantasma en la historia de otra persona. Temía que ella viera a través de él: los vacíos de memoria, los registros contradictorios, la neblina que aún cubría buena parte de sus veintes.

Pero cuando Camila entró y lo saludó con un apretón de manos firme y directo, algo encajó. Abrió su laptop, tomó notas metódicamente y lo dejó hablar.

Durante más de una hora, Luis habló; titubeante al principio, luego con creciente urgencia. Le contó sobre la mescalina, el ataque de pánico, las hospitalizaciones. Sobre la firma forzada, los electroshocks. Sobre despertar con saliva en la mejilla y el nombre de un desconocido en la boca. Sobre olvidar a Luis Carmona. Sobre inventar a Miguel Río.

Ella no lo interrumpió. No se inmutó.

Cuando finalmente terminó, Camila cerró su laptop con suavidad y dijo:

“Vamos a presentar un recurso de protección contra el Ministerio de Salud.”

Luis parpadeó. “¿Eso es todo?”

“Ese es el comienzo,” dijo ella.

El recurso de protección era una medida de emergencia incluida en el marco legal chileno; un mecanismo constitucional utilizado cuando los derechos fundamentales de un ciudadano estaban en riesgo. No otorgaría compensación. No desmantelaría el sistema. Pero congelaría el tratamiento en cuestión—la terapia electroconvulsiva—y obligaría a una investigación sobre su legitimidad. Y eso, explicó Camila, era el punto de partida de todo lo demás.

“Si logramos que lo acepten,” dijo, “creamos un precedente legal. Creamos un rastro documental. Obligamos a los tribunales a mirar lo que han intentado ocultar.”

Sonaba tan simple cuando ella lo decía. Pero Luis sabía que no lo sería en absoluto.

Aun así, asintió. “Hagámoslo.”

La primera solicitud de Camila fue un historial médico completo. Luis fue a casa y sacó las carpetas que había enterrado en su clóset años atrás: recetas arrugadas, notas de terapeutas, facturas de seguros, una delgada pulsera hospitalaria que aún llevaba su apellido. Le llevó todo al día siguiente, y ella pasó horas cruzando los datos con los estándares psiquiátricos nacionales.

Las contradicciones saltaban de la página.

Un formulario afirmaba que había consentido la TEC. Otro decía que estaba “no receptivo y reacio a interactuar con los médicos”. Un tercero, firmado con un garabato que apenas se parecía a su letra, daba luz verde a la sedación completa y la estimulación eléctrica bajo “intervención psiquiátrica urgente”.

“Es coacción,” dijo Camila, pasando las páginas. “Y es ilegal. El consentimiento bajo presión no es consentimiento.”

Luego presentaron una solicitud formal para obtener los registros clínicos de Luis, tanto de la clínica privada donde se le administró el electroshock como del hospital psiquiátrico público al que fue trasladado después. Tardaron más de un mes en recibir los archivos, y cuando por fin llegaron, casi un tercio de las páginas estaban tachadas o faltaban por completo.

Camila suspiró, sin sorpresa. “Siempre hacen esto. Pediremos una orden judicial para obtener los archivos completos. Pero mientras tanto, empieza a escribir tu declaración jurada. Cada detalle que recuerdes. Cada inconsistencia.”

Luis hizo lo que ella pidió. Tardó tres semanas en escribirla. Cada noche se sentaba en su escritorio mucho después de que Joaquín se hubiera ido a dormir, su pluma raspando el papel mientras el ventilador zumbaba de fondo. Escribió sobre su infancia en el conjunto familiar de cuatro casas en Independencia. Sobre mudarse a Peñaflor. Sobre la poesía que empezó a escribir en la secundaria, la sensación de que algo sagrado crecía dentro de él, sin nombre y urgente.

Escribió sobre el cactus de San Pedro. El miedo. Las primeras voces.

Escribió sobre la llamada desesperada de su madre a la línea de salud mental del gobierno. Sobre ser llevado en una ambulancia, inmovilizado a la fuerza. Sobre los cuatro millones de pesos que ella pagó, dinero que había ahorrado durante años para otra cosa; tal vez un viaje, tal vez la jubilación.

Escribió sobre despertar tras el tercer choque, babeando, mareado, con su nombre disuelto.

Y finalmente, escribió sobre los años posteriores: la recuperación que nunca fue completa, el éxito de ventas que surgió de la nada, el repentino aluvión de mujeres y lectores e entrevistas, el silencio inquietante que rodeaba al trauma bajo el milagro.

Se lo mostró a Camila. Ella leyó cada página en silencio, luego lo miró y dijo: “Esto es testimonio.”

A principios de marzo, presentaron el recurso.

La documentación fue sellada y enviada a la Corte de Apelaciones de Santiago. En cuestión de días, se emitió una orden: todos los tratamientos de electroshock actuales y futuros a nombre de Luis quedaban suspendidos de inmediato, en espera de una investigación completa. El Ministerio de Salud tenía quince días hábiles para responder.

Esa noche, Luis se sentó en la azotea de su edificio y lloró; no de alegría, sino de agotamiento. Era la primera vez en su vida que veía al sistema detenerse.

La prensa se enteró del caso unas semanas después. Una periodista independiente de salud escribió un artículo en The Clinic titulado El poeta que olvidó su nombre, y de repente, Luis volvió a estar en el centro de atención. Pero esta vez, la atención se sentía distinta. No adoradora, no mistificada; sino investigativa. Seria.

Los reporteros pidieron entrevistas. Activistas lo contactaron. Sobrevivientes de todo el país le escribieron, hombres y mujeres que nunca habían hablado públicamente sobre sus experiencias ahora le enviaban largos correos llenos de párrafos temblorosos.

Un hombre escribió: “Me hicieron firmar un consentimiento cuando estaba en plena crisis. Estaba alucinando. Ni siquiera sabía qué día era. Me dijeron que era rutinario. Desperté sin recuerdos de mi boda, de mis hijos.”

Otro dijo: “Mi madre aún cree que me salvó la vida. Pero no he leído un libro desde 2009. Yo era profesor de literatura.”

Cada mensaje dolía. Cada uno hacía que Luis se sintiera menos solo.

La campaña creció.

Camila comenzó a compilar casos y construir una demanda colectiva más amplia. Advirtió a Luis que tomaría años; diez o más, dependiendo de la resistencia. “El Estado se defiende despacio. La burocracia es su propia fortaleza. Pero haremos grietas.”

Luis se convirtió en una figura pública a regañadientes. Ya no el brillante recluso detrás de Un Cuarto Simple, sino algo más expuesto, más volátil. Un defensor. Un sobreviviente. Hablaba en universidades. Aparecía en programas nocturnos. Fue invitado a testificar en una audiencia pública organizada por la Comisión Nacional de Derechos de los Pacientes.

Pero nunca olvidó lo que había iniciado todo: un nombre mal escrito en un archivo hospitalario, y el momento en que se dio cuenta de que era el suyo.

Tampoco olvidó a la mujer que pagó su ambulancia. Su madre, ahora más mayor, más frágil, pero aún la que había estado a su lado cuando el mundo lo dio por perdido.

Una tarde, ella vino a cenar. Joaquín había hecho espagueti y escuchaba hip-hop mientras lavaba los platos. Luis le sirvió té a su madre y preguntó: “¿Te acuerdas de lo que pasó ese día?”

Ella asintió lentamente. “Estabas gritando. No sabía qué más hacer. Pensé que te estaba salvando.”

Luis le tomó la mano. “Lo sé.”

Se sentaron en silencio.

Más tarde, cuando Joaquín estaba en el balcón patinando en bucles lentos, Luis le contó sobre la demanda. El recurso. La posibilidad de que algún día, alguien en el gobierno tuviera que pedir disculpas a todas las familias que les dijeron que no había otra opción.

Ella asintió de nuevo, esta vez con algo parecido a esperanza en los ojos.

“Siempre fuiste un luchador,” dijo. “Incluso cuando no lo sabías.”

Él sonrió. “Todavía lo estoy descubriendo.”

La oficina de Camila ya no era solo un espacio de trabajo legal. Se había convertido en una especie de sala de guerra. Pilas de expedientes, montones de textos jurídicos, testimonios fotocopiados y libretas manchadas de café formaban una media luna alrededor de su escritorio. En medio de todo estaba una pizarra blanca larga, ahora borrosa y llena de columnas: Nombre de la víctima. Año de TEC. Diagnóstico. Clínica/Hospital. Formulario de consentimiento. Pérdida de memoria.

Luis solía pararse frente a ella como un soldado frente a un plan de batalla. Ya no se trataba solo de él. Su nombre simplemente había sido el que abrió la puerta. Ahora otros entraban, sus historias tan desgarradoras e injustas como la suya. Y Camila, tan aguda como siempre, escribiendo, subrayando, haciendo llamadas, estaba construyendo algo formidable.

“Esto es un fallo sistémico,” le dijo a Luis una tarde, señalando las columnas. “Y los fallos sistémicos necesitan evidencia forense.”

Necesitaban pruebas. No solo dolor, no solo memoria, aunque estos eran centrales. Los tribunales chilenos requerirían documentación concreta, testimonios corroborados, historiales médicos oficiales, correspondencia legal, incluso declaraciones financieras que pudieran probar no solo abuso, sino negligencia, mala praxis y violaciones a los derechos constitucionales.

Todo comenzó con el expediente clínico de Luis.

Tras semanas de esfuerzo, el registro completo finalmente llegó, entregado a regañadientes por el hospital psiquiátrico tras una orden judicial. Camila y su pasante, un joven estudiante de derecho llamado Tomás, se sentaron a revisar cada página. Luis se unió a ellos, marcador en mano.

Ahí estaba: la fecha de ingreso, la admisión de emergencia solicitada por los paramédicos, la derivación desde la línea de ayuda que su madre había llamado. Un diagnóstico escrito apresuradamente con bolígrafo: esquizofrenia, subtipo paranoide crónico, seguido de una línea sobre “ingestión de sustancia alucinógena (mescalina)”. Luego venían las páginas críticas: consentimiento previo a la TEC.

“Aquí está,” dijo Camila, rodeando una fecha. “3 de agosto de 2009.”

Luis se inclinó.

“Mira,” dijo ella, señalando la línea de la firma.

Era apenas legible; un garabato tembloroso, con la tinta corrida. La firma ni siquiera coincidía con la forma en que Luis firmaba su nombre ahora. En ese momento, estaba medicado, alucinando, y en pánico. “Me hicieron firmar después de horas de negarme,” recordó. “No me dejaban salir hasta que aceptara. No entendía lo que era.”

Camila asintió con gravedad. “Eso no es consentimiento informado. Es extorsión por agotamiento.”

Aún más preocupante era la redacción del formulario: mencionaba “intervención electroconvulsiva” en términos vagamente clínicos pero omitía riesgos clave: pérdida de memoria, confusión, daño cognitivo permanente. Y en ninguna parte del documento se hablaba de tratamientos alternativos ni del derecho de Luis a rechazarlo.

Este era su primer pilar. Pero no era suficiente.

Necesitaban testigos expertos.

Camila contactó a una neuróloga en la Universidad de Chile en quien confiaba, la Dra. Mariana Quiroga, quien había pasado años investigando las secuelas neurológicas de la TEC. Tras revisar el caso de Luis, aceptó testificar.

“He visto demasiados casos como este,” dijo a Camila por teléfono. “Nos enseñaron que el daño era temporal. Que las lagunas de memoria se cerrarían con el tiempo. Pero hay un umbral. Y cuando lo cruzas, algo no vuelve.”

También contactaron a un psiquiatra forense, el Dr. Pedro Leiva, quien aceptó evaluar a Luis directamente. Lo sometió a horas de pruebas de memoria, ejercicios de recuerdo, reconocimiento de patrones, secuencias asociativas y evaluaciones psiquiátricas estandarizadas.

El informe llegó dos semanas después.

Luis obtuvo resultados significativamente por debajo del promedio en pruebas de memoria episódica y de trabajo. El Dr. Leiva escribió, en términos clínicos: El paciente presenta signos claros de disfunción cognitiva compatibles con impactos prolongados por TEC. Dado el relato histórico del paciente, los registros médicos y los resultados neurocognitivos, es razonable concluir que la TEC produjo daño duradero.

Camila subrayó esa frase dos veces.

Luego vino la prueba económica; un aspecto que Luis no había considerado. Pero Camila era meticulosa. Le preguntó: “¿Tienes la factura del traslado en ambulancia que pagó tu madre?”

Luis dudó, luego recordó: un recibo doblado que su madre había guardado en un cajón, luego entregado junto a viejas cuentas y boletas de servicios. Lo trajo al día siguiente.

$4,000 USD. Transporte psiquiátrico privado. Tarifa de emergencia.

“Usaremos esto,” dijo Camila. “Prueba coacción financiera. Se lucran con el pánico.”

También reunieron recibos de sueldo del laboratorio dental donde Luis trabajó después de su hospitalización. Comparar sus ingresos antes y después del tratamiento mostraba una caída drástica. Camila compiló esto en una línea de tiempo para demostrar pérdida de capacidad de ingresos, otro ángulo en la demanda por compensación.

Mientras tanto, el archivo creciente de testimonios de otros sobrevivientes se expandía. Cada uno añadía un nuevo hilo al tapiz del daño. Madres que hablaban de hijos perdidos en la institucionalización. Artistas que ya no podían terminar un dibujo. Un ingeniero jubilado que lloraba al intentar recordar los nombres de sus nietos.

Camila había creado cuentas de correo encriptadas, organizado entrevistas de admisión, y reclutado a dos voluntarios para ayudar con las entrevistas iniciales. Para abril, tenían cuarenta y tres casos documentados, cada uno con alguna combinación de electroshock, sedación no consensuada, daño de memoria y dependencia psiquiátrica a largo plazo.

“Convertiremos estos en declaraciones juradas,” dijo. “Y desde ahí, construimos la demanda colectiva.”

Quedaba claro: esto no era un incidente aislado. Era un patrón nacional. El Ministerio de Salud había permitido, y en algunos casos financiado, estos tratamientos bajo el disfraz de cuidado; a menudo en clínicas privadas con subsidios públicos, raramente auditadas, raramente cuestionadas.


Camila empezó a trazar una estrategia legal que atacaría tanto a entidades privadas como públicas.

“El truco,” explicó a Luis en una de sus sesiones nocturnas, “es presentar en capas.”

Primero: el recurso de protección, la apelación de emergencia, que ya habían ganado.

Segundo: demandas individuales contra cada clínica involucrada, respaldadas por testimonios e informes de expertos. Serían lentas, pero acumulativas.

Tercero: una demanda constitucional contra el Ministerio de Salud por no regular prácticas psiquiátricas, bajo el Artículo 19 de la Constitución chilena: el derecho a la integridad física y psíquica.

“Si lo sincronizamos bien,” dijo, dibujando una red en un bloc legal, “la presión de las demandas llegará justo cuando la opinión pública empiece a cambiar. Ahí es cuando vamos por acción legislativa.”

Legislación. Una prohibición a la TEC. Compensaciones reales. Revocaciones de licencias médicas. Responsabilidad.

Luis no se atrevía a imaginarlo aún. Pero la semilla estaba plantada.

Esa noche caminó de regreso a casa por Providencia, las calles cálidas y tranquilas bajo faroles amarillos. Pasó por su viejo café, una librería, la farmacia donde solía recoger sus recetas. Todo parecía igual, y sin embargo, nada lo era.

En su departamento, Joaquín estaba en la mesa de la cocina, comiendo cereal y revisando su teléfono. “¿Cómo va todo?” preguntó.

Luis sonrió levemente. “Complicado.”

Joaquín señaló el montón de carpetas en los brazos de Luis. “Eso parece más que complicado.”

Luis las dejó sobre la mesa y se sirvió un vaso de agua. Miró a su hijo; no al chico que había llegado desde Puerto Montt delgado y agotado, sino al joven que ahora iba en patineta a clases de actuación y reía con facilidad. Limpio. Curioso. Aún sanando.

“Hay muchos más como yo,” dijo Luis. “Gente que pasó por lo mismo. Incluso peor.”

Joaquín asintió. “Qué bueno que estás haciendo algo.”

Luis lo miró con cuidado. “¿Tú crees?”

Joaquín no dudó. “Sí. O sea... yo no estaría limpio si tú no hubieras peleado por mí. Ahora lo estás haciendo por otros. Eso es lo que un papá debe hacer, ¿no?”

Luis sintió algo agitarse en su pecho; un orgullo extraño, silencioso. “Gracias,” dijo.

Se quedaron en silencio un momento. Luego Joaquín preguntó: “¿Cuándo van a escuchar?”

Luis exhaló. “Pronto, espero. Solo necesitamos pruebas. Verdad. Y paciencia.”

En las semanas siguientes, Camila presentó las tres primeras demandas privadas: una contra la clínica que había administrado los electroshocks a Luis, otra contra un hospital psiquiátrico prominente de Santiago, y la tercera contra una instalación rural en Temuco donde una joven de 19 años había sido electrochocada diecisiete veces sin firmar nunca un consentimiento.

El Ministerio de Salud respondió con maniobras legales. Sus abogados cuestionaron la fiabilidad de la memoria de Luis, pusieron en duda las evaluaciones de los expertos, y acusaron al equipo legal de oportunismo político. Pero subestimaron el movimiento que se estaba formando detrás de ellos.

Los periódicos comenzaron a publicar reportajes. Un segmento salió al aire en TVN titulado Sombras Eléctricas: Las Cicatrices Ocultas del Pasado Psiquiátrico de Chile. Activistas organizaron marchas. Estudiantes filmaron documentales. Periodistas desenterraron memorandos internos de décadas atrás que mostraban que el Ministerio sabía desde hace tiempo sobre la naturaleza controversial del electroshock, y había pagado acuerdos en silencio para mantener a las víctimas calladas.

La marea estaba cambiando.

Y Luis, alguna vez un poeta olvidado por su propia memoria, ahora se encontraba al frente de una ola que apenas podía creer. Su pluma ya no era solo para versos—era para declaraciones, demandas, cartas a legisladores. Pero en algún punto entre el tribunal y la mesa de cocina, todavía escribía poemas en los márgenes de los blocs legales. Las palabras aún lo visitaban en las horas quietas.

Su historia alguna vez fue solo suya.

Ahora era de ellos.

Y apenas comenzaba.




CAPÍTULO OCHO - VOCES DEL OLVIDO

La sala del tribunal en el centro de Santiago olía levemente a madera barnizada y polvo, como si el tiempo mismo hubiera quedado atrapado entre las tablas del suelo. Luis Hernán Carmona se sentaba en la tercera fila, un cuaderno espiral gastado descansando sobre su regazo, los dedos rodeando con suavidad un bolígrafo negro. Aún no escribía. No hoy. Hoy, estaba escuchando.

La jueza que presidía la audiencia pública, la magistrada Robles, una mujer austera de cabello plateado recogido en un moño tirante, llamó al orden. Un silencio contenido cayó sobre la sala. Los periodistas ocupaban las dos últimas filas, algunos susurrando notas a grabadoras, otros garabateando furiosamente en taquigrafía. Había observadores de derechos humanos de la Universidad Central de Santiago y tres representantes del Ministerio de Salud sentados rígidamente cerca del banco de los demandados, con expresiones cautelosas.

La abogada de Luis, Camila Acuña, se puso de pie con las manos cruzadas al frente. Tenía treinta y cuatro años, ojos agudos y una compostura inquebrantable, vestida con un traje azul marino que se había convertido en su armadura durante los dos años desde que presentó el primer recurso de protección. Se volvió hacia el estrado y asintió.

“Señoría,” comenzó, “solicitamos autorización para iniciar el testimonio del primer paciente afectado.”

La jueza Robles asintió solemnemente. “Proceda.”

Desde el pasillo, una enfermera con un suéter lavanda entró empujando una silla de ruedas con un hombre que parecía rondar los sesenta y tantos años. Sus ojos se movían rápidamente de un lado a otro, y al intentar hablar, su lengua se trababa.

“Este es don Ernesto Bravo,” explicó Camila. “Edad: 68 años. Profesor jubilado de educación básica. Recibió ocho sesiones de terapia electroconvulsiva en la Clínica Horizonte sin consentimiento informado. Actualmente sufre pérdida de memoria a largo plazo, afasia del lenguaje y desorientación parcial en tiempo y espacio.”

Un espeso silencio cubrió la sala. Algunos miembros del público—familiares de otros pacientes, activistas, estudiantes—levantaban pequeños carteles que decían: NO MÁS ELECTROSHOCK.

Ernesto intentó leer un papel que alguien le había puesto en el regazo. Su mano temblaba al levantarlo. La enfermera lo tomó con delicadeza y lo leyó en su lugar: “No puedo recordar el día de mi matrimonio. No puedo recordar los nombres de mis hijos. Recuerdo una luz blanca y despertar ahogándome con mi saliva.”

Luis apretó con más fuerza su cuaderno. Una sombra cruzó su rostro. Él también había vivido esa escena. Despertar de la niebla eléctrica, con el nombre revuelto, la memoria borrada. Decirle al psiquiatra que era Miguel Río, que era poeta. No se sentía como delirio en ese entonces. Se sentía como el último hilo de verdad en una mente en colapso.

El siguiente testimonio fue de una joven llamada Elena Reyes, de 27 años, quien había sido institucionalizada a los 21 tras un intento de suicidio. Su habla era vacilante, interrumpida por largas pausas.

“Yo… um, yo estaba… recuerdo… no me lo dijeron,” dijo. “Dijeron que me ayudaría. Pero después de la tercera sesión, no pude recordar cómo llegar a casa. Olvidé mi propia dirección.”

Camila entregó el informe de la psicóloga. “Daño confirmado en el lóbulo frontal, deterioro de la memoria y pesadillas postraumáticas recurrentes.”

La jueza Robles lo recibió en silencio, las cejas fruncidas en lo que casi podía leerse como preocupación.

Luis observaba con un fuego creciente en el pecho. No era ira, al menos no aún, sino un fuego callado, en ascenso. Estas no eran tragedias aisladas. No eran procedimientos necesarios. Eran un patrón. Un método de borrado disfrazado de medicina.

Recordó la mañana en que su madre llamó a la línea de emergencia, viendo cómo los paramédicos lo arrastraban hasta la ambulancia mientras gritaba versos que nadie entendía. Recordó cómo ella había pagado cuatro millones de pesos de su bolsillo para institucionalizarlo, por amor, desesperación y miedo. Cómo firmó el formulario que le dieron, sin saber que autorizaba la TEC. Lo ingresaron, lo amarraron, y activaron un interruptor. Ese interruptor había quemado su memoria desde adentro.

Camila regresó al podio. “Señoría, estamos preparados para llamar al doctor Felipe Gentelman, neurólogo y consultor independiente del tribunal.”

Un hombre de unos cincuenta años tomó el estrado. Cabello entrecano, gafas de montura metálica, un ritmo medido al hablar.

“Doctor, según su evaluación, ¿cuál es la consecuencia neurológica de la TEC?”

Carraspeó. “Si bien la TEC ha demostrado clínicamente aliviar ciertos tipos de depresión mayor en casos cuidadosamente seleccionados, la administración incontrolada y coercitiva practicada en instituciones chilenas públicas y privadas durante las últimas dos décadas ha provocado lesiones cognitivas generalizadas. En mi opinión profesional, casi todos estos pacientes sufren algún grado de pérdida de memoria permanente y disociación. También cabe destacar que pocos, si alguno, dieron su consentimiento informado.”

Luis bajó la vista. Sus manos se habían quedado inmóviles. Sentía un zumbido lento de vindicación recorriéndole los huesos, pero no había alegría en ello.

Fuera del tribunal, el caso ya había desatado una tormenta. Los titulares decían cosas como “Poeta chileno se convierte en la voz de los borrados” y “Escándalo de electroshock sacude al Ministerio de Salud”. Las entrevistas con Camila se transmitían a diario por Canal 13. Luis fue invitado a hablar en Radio Cooperativa, donde describió, con voz lenta y precisa, cómo había olvidado el rostro de su padre durante casi un año, cómo solo recordaba el poema que escribió en 2016 porque lo había tecleado todo en una noche frenética bajo el fantasma de Neruda.

La gente lo llamaba milagro. Pero él sabía que era un grito disfrazado.

Pronto, otras víctimas salieron a la luz. Una asistente social jubilada de Rancagua que no recordaba nada entre 1999 y 2004. Un joven llamado Rafael que solía ser biólogo marino, ahora incapaz de seguir una conversación de más de dos frases. Una mujer de Antofagasta cuyo hijo tenía que presentarse de nuevo cada mañana. Cada testimonio sumaba al coro, y con cada voz, el peso de la verdad se volvía más denso.

Luis ya no era solo un demandante. Se había convertido en algo más: un testigo, un símbolo, tal vez incluso un profeta. La gente le enviaba cartas. Dejaban notas en la puerta de su casa en Providencia. “Gracias por luchar.” “A mi mamá también la borraron.” “Nunca más electroshock.” No sabía qué hacer con esa atención, con ese amor público. Lo inquietaba. Le parecía prestado. Pero también le daba fuerza.

Joaquín, ahora de dieciocho años, lo ayudaba a clasificar las cartas cada fin de semana. Se había convertido en un adolescente fuerte, de hombros anchos, con una risa serena y ojos brillantes. Desde que entró al programa de cine y actuación, se había suavizado, estabilizado, había vuelto a patinar. Luis lo observaba a través de la ventana de la cocina una tarde, girando su tabla en el patio, cantando en voz baja un verso de hip-hop. Se veía entero. Por primera vez en mucho tiempo, Luis se sintió padre otra vez.

En la siguiente sesión del tribunal, Camila presentó una carpeta gruesa de documentos gubernamentales obtenidos mediante descubrimiento legal. Entre ellos, había memorandos internos del Ministerio de Salud que databan de 2008, revelando que las clínicas habían continuado los programas de TEC a pesar de múltiples advertencias sobre la falta de protocolos de consentimiento y personal no capacitado. En un memorando especialmente incriminatorio, un director regional escribió: “La controversia pública no es un problema; los pacientes con enfermedades mentales severas rara vez conservan testimonios confiables.”

Luis se estremeció. Esa sola línea había sido la política durante años. Su olvido había sido utilizado como arma en su contra.

En el pasillo, tras la sesión, Camila se apoyó en la pared y lo miró. “Vamos a ganar esto,” dijo.

Luis parpadeó, inseguro. “¿Y después?”

Ella no respondió de inmediato. Sabía, como él, que ganar no desharía el daño. Ningún fallo restauraría la memoria. Ninguna compensación devolvería el tiempo. Pero la verdad era algo. Un comienzo. Y tal vez, era todo lo que les quedaba.

Mientras el juicio se extendía durante los siguientes dieciocho meses, Luis siguió escribiendo. Llenó cuadernos con poemas, declaraciones juradas, recuerdos y sueños. Volvió a la iglesia que alguna vez amó, orando ahora con menos palabras y más silencio. La congregación lo recibió sin preguntas. Habló en foros sobre ética médica, se unió a protestas organizadas por el Frente de Liberación de la Salud Mental, y conoció a sobrevivientes más jóvenes; muchos de los cuales veían en él un reflejo de sus propias fracturas.

Dejó de referirse a sí mismo como Miguel Río, pero a veces, en las horas oscuras antes del amanecer, susurraba el nombre como una bendición. Había sido su escudo, su yo inventado cuando el real era inalcanzable. Ya no necesitaba la máscara, pero la lamentaba igual.

Una mañana de primavera, en las escalinatas del tribunal, rodeado de cámaras, sobrevivientes y estudiantes con carteles pintados a mano, Luis se acercó al micrófono.

“Mi nombre es Luis Hernán Carmona,” dijo. “Soy poeta. También fui paciente. Una vez me borraron el nombre. Me borraron las historias. Pero aún estoy aquí. Seguimos aquí. Y nos recordamos unos a otros.”

Una ola de aplausos bajos se elevó entre la multitud. Algunos lloraban. Otros solo asentían.

Continuó, con voz más firme. “Somos quienes vivimos en las salas blancas, quienes despertamos ahogándonos, quienes no podíamos recordar el rostro de nuestras madres. No estamos acabados. Somos testigos.”

Más tarde ese día, la sala volvió a llenarse para la lectura de las conclusiones periciales. Los neurólogos confirmaron daño cognitivo irreversible en el 84% de los demandantes. La defensa del Ministerio vaciló y luego se derrumbó. La jueza pidió un receso antes de su declaración final.

Luis salió al sol de la tarde, cuaderno en mano. Se sentó en una banca cerca de la plaza del jardín, lo abrió en una página en blanco y escribió la primera línea de un nuevo poema:

“En la casa de los nombres olvidados, encontré el mío tallado en un diente roto…”

Había más por decir. Siempre habría más. Pero por ahora, dejó descansar la pluma. La batalla aún no terminaba, pero el silencio había acabado.





CAPÍTULO NUEVE – SE APRUEBA LA LEY CARMONA


El fallo se dio un miércoles por la mañana.

Las calles de Santiago ya estaban llenas de manifestantes cuando se dio la noticia: la Corte Suprema de Chile había votado por unanimidad para suspender todo uso de la terapia electroconvulsiva, en espera de una legislación permanente. Para el final del día, el Ministerio de Salud tendría prohibido legalmente autorizar o financiar el electroshock en instituciones públicas o privadas.

El pueblo la llamó La Ley Carmona antes de que siquiera se imprimiera en el Diario Oficial.

Luis Hernán Carmona estaba en casa cuando Camila llamó. Su voz, normalmente cortante y clínica, se quebró al decir: “Lo logramos, Luis. Fallaron a nuestro favor.”

Él no habló. No de inmediato. Solo se sentó al borde de la cama, el mismo lugar donde, años atrás, había regresado de la clínica, medio inconsciente, babeando, con su propio nombre perdido entre el ruido estático de su mente. Miró la pared, donde colgaba una pequeña cruz junto a una fotografía de su hijo, Joaquín.

Entonces susurró: “Gracias a ti Dios.”

Cerró los ojos y juntó las manos. No fue júbilo lo que lo envolvió, sino algo más profundo: solemnidad. Este no era un momento de triunfo personal. Era un silencio grave, como el tañido de una campana sobre una tierra que llevaba ardiendo mucho tiempo.

Al mediodía, el tribunal estaba rodeado.

Miles de personas se habían congregado, agitando carteles hechos a mano: ¡Memoria sí, electroshock no!, Justicia para los olvidados, Luis Carmona, poeta del pueblo. Los sobrevivientes llevaban cintas negras prendidas a sus camisas. Algunos tenían la cabeza rapada, donde alguna vez se aplicaron los electrodos. Otros sostenían pequeños cuadernos, listos para escribir su nombre una y otra vez; prueba de que la memoria aún podía resistir.

Camila salió por las escaleras del tribunal con el fallo oficial en la mano. Una multitud se abalanzó, no para tocarla, sino para ver. Luis se paró a su lado. Alguien le pasó un megáfono. Dudó.

Luego habló.

“Me dijeron que mi cerebro estaba roto. Me dijeron que necesitaba ayuda, y en cambio me silenciaron. Años después, conocí a cientos de personas que vivieron el mismo dolor. Hoy, el tribunal ha dicho lo que siempre supimos: que nuestras vidas importan. Que olvidar no es sanar.”

La multitud estalló.

Esa noche, la noticia recorrió el país. Los noticieros mostraron imágenes en pantalla dividida: de un lado, los rostros estoicos de los jueces de la Corte Suprema; del otro, multitudes jubilosas en la Plaza de Armas. Incluso los medios internacionales difundieron la historia. El País lo llamó “un ajuste de cuentas sin precedentes.” The Guardian publicó el titular: “Chile prohíbe el electroshock tras una lucha de una década liderada por un poeta sobreviviente.”

El rostro de Luis apareció en todas partes. Su nombre se imprimió en negrita en las portadas. Entrevistas, columnas, invitaciones llovían. Rechazó la mayoría.

“Esta no es solo mi historia,” dijo. “Es la historia de todos los que olvidaron su nombre.”

La ley en sí, oficialmente titulada Ley de Protección Neurológica Carmona, se promulgó en un plazo de sesenta días desde la decisión de la Corte Suprema. Fue breve, directa y firme en su condena:

“La terapia electroconvulsiva, tal como se administra en la República de Chile, constituye una violación de los derechos humanos cuando se realiza sin necesidad médica demostrable, consentimiento informado y garantías procesales. El Estado prohíbe su uso continuo y autoriza reparaciones inmediatas a las víctimas.”

Pero Luis sabía que las palabras no podían por sí solas remendar el daño. El daño había sido sistémico. Generacional. Profundo.

Pensó en todas las madres que llevaron a sus hijos de regreso a casa desde las clínicas, temblando y vacías. En hombres como Jaime Ruiz, un profesor que ya no recordaba los poemas que solía recitar a sus alumnos. En Patricia, cuyo diario se había convertido en su único ancla de identidad. En él mismo, despertando en una cama con estructura metálica, diciendo el nombre Miguel Río, creyendo que ese era realmente él.

A los cuarenta años, se sentía tanto antiguo como renacido. La ley había sido aprobada, pero el trabajo apenas comenzaba.

En las semanas siguientes, la Ley Carmona catalizó una ola de auditorías civiles e investigaciones penales. Los ex pacientes presentaron apelaciones en masa, recursos de protección, contra el Ministerio, las clínicas y médicos específicos. Se hizo evidente que los mismos nombres se repetían una y otra vez: psiquiatras privados con contratos estatales, clínicas que habían administrado cientos de sesiones sin supervisión.

Camila trabajaba sin parar. “Esto es triage,” dijo una noche, con los ojos enrojecidos por la falta de sueño. “Ganamos un fallo, pero aún necesitamos asegurar compensaciones, revocar licencias y obligar a los colegios médicos a actuar.”

Joaquín, ahora de dieciocho años, había empezado a asistir a las marchas con su padre. A veces hacía presentaciones de spoken-word, entrelazando sus propias experiencias cercanas a la muerte en las calles de Puerto Montt con la lucha colectiva de los sobrevivientes. Llevaba la gorra al revés, el skate bajo el brazo, un estudiante nuevo de cine encontrando su voz.

“Intentaron borrar a mi viejo,” dijo durante una manifestación. “Pero no puedes borrar a alguien que ya convirtió el dolor en poesía.”

Luis estaba al fondo de la multitud y se secó los ojos.

La traición aún persistía.

Una noche, Luis recibió una carta de una mujer llamada Teresa Díaz, una ex psiquiatra que había trabajado en la misma clínica donde él estuvo internado.

Escribía:

“Señor Carmona:

Lo recuerdo. Yo era joven. Residente. Lo vi cuando lo llevaron en camilla. Usted repetía que era poeta. Se rieron.

Quiero que sepa que yo sí le creí.”

La leyó dos veces. Luego la dobló con cuidado y la guardó en un cajón.

Esa noche, se metió en la ducha y lloró hasta que el agua se enfrió.

A medida que pasaban los meses, la legislación comenzó a cambiar en los países vecinos. Uruguay formó un comité de ética médica para revisar su uso del TEC. Argentina inició una investigación independiente. Grupos de defensa de México, Colombia y Brasil se pusieron en contacto con Camila para compartir investigaciones, presentar amicus briefs y comenzar campañas judiciales en sus propios tribunales.

Luis fue invitado a hablar ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Viajó a Washington D.C., acompañado por Camila y una delegación de sobrevivientes. En su declaración, dijo:

“La memoria no es un efecto secundario. Es lo que somos. Cuando las instituciones violan la memoria, violan la humanidad misma.”

La comisión rompió en aplausos.

De regreso en Chile, la Ley Carmona fue ampliada. Se otorgaron reparaciones a más de 200 pacientes, con otros casos en revisión. Se planificó un jardín memorial en el antiguo sitio del Centro Psiquiátrico Redgesam. El Ministerio de Salud emitió una disculpa formal. ¿Y Luis? Luis siguió escribiendo.

No solo poemas ahora, sino ensayos, artículos y testimonios. Comenzó a reunir una memoria colectiva: Testigos del Relámpago, Witnesses of the Lightning. El libro incluía voces de todo Chile, muchas de las cuales nunca habían publicado una palabra.

“No tienes que ser escritor,” les dijo. “Solo tienes que recordar.”

Aún rezaba cada mañana, ahora en la quietud de su pequeña terraza con vista a los cerros de Peñalolén. Su hermana Consuelo lo visitaba a veces con pinturas, trazos vívidos de figuras surrealistas saliendo de las llamas, la memoria girando desde sus bocas como cintas.

“Eres famoso ahora,” le dijo una vez, sonriendo.

Luis negó con la cabeza. “No. Solo soy visible.”

Y aun así, incluso la visibilidad tenía un precio.

Notaba que a veces los desconocidos lo miraban demasiado tiempo en el metro. Algunos susurraban. Unos pocos lo felicitaban; otros se burlaban. Un grupo de estudiantes lo siguió una vez por una librería y le preguntaron si podían ver sus cicatrices. No tenía ninguna que mostrar.

Pero las verdaderas heridas no eran visibles.

Todavía había noches en las que olvidaba los nombres de las cosas. El olor a ozono, polvo quemado y electricidad regresaba a veces sin previo aviso. Aún no podía recordar el rostro de la enfermera que lo sujetó. Solo el peso.

Pero entonces Joaquín le pasaba un cuaderno y le decía: “Inténtalo de nuevo, papá. Escribe algo. Lo que sea.”

Y lo hacía.

Escribía sobre el patio trasero de su madre en Peñaflor. Sobre los almendros y el olor a tierra mojada. Sobre el día que dejaron el pasaje en Independencia. Sobre la vez que él y Consuelo bailaron descalzos a Los Prisioneros en la sala. Escribía el nombre Luis Carmona, lentamente, hasta que volvía a sentirlo suyo.

El capítulo del electroshock no había terminado; no realmente. Vivía en quienes habían sobrevivido y en quienes no. Pero la Ley Carmona era ahora un muro de protección para el futuro.

No devolvería las memorias robadas. Pero impediría que el olvido volviera a ocurrir.

Luis mantenía una copia del fallo enmarcada sobre su escritorio. Debajo, una línea de uno de sus poemas:

“Aunque la mente titile, la justicia debe arder constante.”

Encendía una vela debajo de ella cada noche antes de acostarse.

Y cuando la gente le preguntaba: “¿Aún escribes poemas?”, respondía siempre de la misma forma:

“Sigo recordando.”

Para el otoño, la energía de las protestas se había apaciguado. Los cánticos se habían desvanecido en la memoria, y Luis se encontraba caminando por un mundo que ya no reflejaba su agitación interior. La ley había sido aprobada. Las clínicas auditadas, clausuradas. Las reparaciones habían comenzado. En el papel, había ganado. Había hecho lo que nadie más: rescatado la memoria del olvido, responsabilizado al Estado y cambiado el destino de innumerables desconocidos.

Pero se sentía como un hombre que había salido del fuego con el cuerpo intacto y el alma chamuscada más allá del reconocimiento.

La mayoría de los días, se sentía vacío. No deprimido—solo agotado, como un recipiente que se había vaciado demasiado y demasiado rápido.

“Debería sentirme feliz,” le dijo a Camila una tarde, tras otra audiencia legal donde se leyeron en voz alta los nombres de las licencias médicas revocadas. “Pero en cambio siento… nada.”

Ella asintió. “Estás de duelo.”

“¿Por qué?”

“Por todo lo que tuviste que entregar para llegar hasta aquí.”

Lo veía también en los rostros de otros sobrevivientes.

El tribunal había hecho su parte. La ley ahora tenía dientes. Algunos psiquiatras incluso estaban siendo juzgados por negligencia criminal. Y sin embargo, en cada testimonio, en cada abrazo intercambiado tras las audiencias, había una sombra. El pasado no podía reescribirse. Los tratamientos habían sido reales. El daño cerebral había sido real. Algunos recuerdos nunca volverían.

Conoció a un hombre, Andrés, en una asamblea de sobrevivientes en Valparaíso. Andrés había recibido electroshock tras un diagnóstico de bipolaridad a los diecinueve años. Ahora tenía cuarenta y seis. “Todavía no recuerdo las primeras palabras de mi hija,” le dijo a Luis. “Ya es grande. Vive en México. A veces me llama, y yo sonrío, pero no sé quién es. O sea, sí sé… pero es como una fotografía que tomó otra persona.”

Luis asintió. Lo entendía. Le habían dicho que su verdadero nombre era Luis Hernán Carmona, pero aún recordaba haber despertado en la clínica llamándose Miguel Río. El poeta sin pasado. A veces esa identidad regresaba en sueños, versos fragmentados en español e imágenes giratorias de ríos, estrellas, relojes rotos. Como si Miguel todavía viviera en un rincón de su cerebro, intocado por la terapia o el tiempo.

A veces se preguntaba si tal vez Miguel había sido el yo más verdadero; el yo nacido del sufrimiento puro y el lenguaje, el yo no atado a nombres legales ni a registros institucionales.

Y sin embargo, fue Luis quien presentó la demanda. Fue el nombre de Luis el que quedó inscrito en la ley. Eso también se sentía extraño.

“Escribieron mi nombre en los libros,” le dijo una noche a Joaquín durante la cena, “pero a veces pienso que no saben quién soy en realidad.”

“Eres mi papá,” respondió Joaquín. “Con eso basta.”

Los titulares de los diarios eventualmente cambiaron. Surgieron otros escándalos. Otras protestas ocuparon el centro del escenario. La Ley Carmona había entrado en la estructura legal del país como una piedra angular; pero ahora, era noticia vieja.

Luis ya no recibía solicitudes de entrevistas. Se sentía aliviado, pero también inquieto. La visibilidad había sido una forma de justicia. Ahora volvía a una vida más tranquila, menos pública, más rutinaria. Algunos días caminaba hasta la feria con una bolsa de tela, compraba duraznos y tomates, saludaba con una inclinación de cabeza a personas que lo medio reconocían pero no se le acercaban. En la caja, una mujer finalmente le habló.

“Señor Carmona… leí sobre usted. Lo que hizo. Solo quería darle las gracias.”

Él sonrió. “Gracias.”

Pero después de que ella se fue, se sentó en una banca y miró la bolsa de fruta. El “gracias”, por más genuino que fuera, no podía borrar el hecho de que aún olvidaba dónde dejaba las llaves. Que los poemas ahora venían más lento. Que su juventud—su verdadera juventud, antes de la clínica—era un borrón de preguntas sin respuesta.

¿Había escrito un poema antes de los shocks que había perdido para siempre? ¿Un verso que podría haber cambiado el mundo?

Por la noche, a menudo se sentaba en su terraza y rezaba. Hablaba en voz baja, no como un hombre que exige respuestas, sino como uno que trata de mantener intacto un frágil hilo de sentido.

“Señor… Hice lo que pediste. Me levanté. Dije la verdad. Pero ¿por qué me siento como medio hombre ahora?”

No hubo respuesta, solo el viento entre los eucaliptos.

Y aun así, la oración ayudaba. Su fe permanecía; no intacta, pero viva. La comunidad evangélica a la que pertenecía había rezado por él durante todo el juicio. Ahora, muchos lo llamaban un testimonio viviente.

“No soy un milagro,” le dijo con suavidad a un pastor. “Soy una advertencia.”

Aun así, la congregación lo trataba como a alguien que había regresado de la muerte. Tal vez, en cierto modo, así era.

Lo más difícil era ver el daño continuar en los más cercanos.

Su madre, ya anciana y olvidadiza, no quería hablar sobre el momento en que llamó a la línea gubernamental que activó la ambulancia que arrastró a Luis a una hospitalización forzada. Ella había creído que estaba ayudando. No sabía que la clínica lo sedaría y silenciaría durante meses. Ahora, cuando él intentaba hablar del tema, ella negaba con la cabeza.

“Pero si fue por tu bien, mijo…”

Él no discutía. Solo sonreía, le besaba la frente y la dejaba volver a sus programas de televisión.

Ahora comprendía que había capas de traición: no solo institucional, sino familiar, cultural. Chile había enseñado a generaciones que obedecer a los médicos era sobrevivir. Que la locura era vergonzosa. Que protestar era peligroso. Su propia madre lo había amado, y aun así lo había entregado.

Ese era un dolor más profundo que cualquier juicio podría alcanzar.

Joaquín estaba mejor. Su consumo de drogas había cesado. Actuaba en cortometrajes y asistía a clases. Seguía siendo flaco, aún con espíritu salvaje, pero ahora estaba enraizado. Luis a menudo lo escuchaba ensayar monólogos en la habitación contigua, y a veces lloraba sin saber por qué. Tal vez era alivio. Tal vez culpa de que su hijo heredara su caos y aun así sobreviviera.

No hablaban mucho de los electroshocks. Pero una vez, Joaquín preguntó: “¿Cómo se sentía?”

Luis pensó durante mucho tiempo.

“Como un rayo que no puedes ver. Como ser vaciado, pero nunca vuelto a llenar.”

Su hijo asintió y susurró: “Me alegra que volviste.”

En el ámbito legal, el Ministerio de Salud intentó apelar el fallo. Fracasó. Había demasiada evidencia acumulada. Demasiados testimonios. Los neurólogos, antes silenciosos, finalmente hablaron: el TEC, en su forma actual, causaba pérdida de memoria demostrable. A los pacientes no se les daba un verdadero consentimiento informado. Los procedimientos se realizaban sin evaluación psiquiátrica adecuada. Un neurólogo incluso mostró escaneos comparativos: cerebros sanos antes del tratamiento y después; lóbulos frontales atrofiados, niebla en el hipocampo.

Luis no asistió a la audiencia final de rechazo. Dijo que estaba cansado. Camila fue sola y lo llamó después.

“Se acabó,” le dijo. “De verdad se acabó.”

Pero Luis sabía que nunca lo estaría; no para quienes lo habían vivido.

Una amiga suya, una sobreviviente llamada Paola, se quitó la vida solo dos meses después del fallo. Había testificado con valentía, marchado, escrito cartas abiertas. Pero el daño había sido demasiado profundo. Luis encendió una vela por ella esa noche, y otra la siguiente. Eventualmente, mantuvo una encendida para todos los innombrados.

El tiempo pasó.

Luis siguió escribiendo. Publicó un segundo libro de poemas titulado Un Cerebro de Luz. No fue un éxito de ventas como el primero, pero era crudo y lírico, lleno de memorias fragmentadas cosidas con rabia y reverencia.

Un crítico lo llamó “un evangelio roto de la supervivencia”.

A él no le importaban las reseñas. Todo lo que le importaba era que el acto de escribir aún lo ataba a algo sólido. A sí mismo.

Siguió viendo a Camila a veces, ya no como abogada, sino como amiga. Tomaban té y hablaban de la memoria, del trauma como herida y como arma.

“Eres el único cliente que he tenido que escribió poesía en el expediente judicial,” dijo ella una vez, sonriendo.

Luis se rió. “A veces un verso dice más que una declaración jurada.”

Pasarían años antes de que el Ministerio ofreciera un monumento oficial. Cuando lo hicieron, Luis rechazó hablar en la inauguración.

“Ya he dicho suficiente,” les dijo. “Que otro tome el micrófono esta vez.”

En su lugar, se quedó entre la multitud mientras una joven subía al podio. Tenía veintitrés años, sobreviviente de TEC ordenado por el Estado en 2023. Su voz temblaba, pero no se quebró.

“Recordamos porque intentaron borrarnos,” dijo. “Hablamos porque el silencio casi nos mata.”

Luis sintió que las lágrimas volvían.

Esta vez, sabían a algo parecido a la paz.

No completa.

Pero cercana.





CAPÍTULO DIEZ - MEMORIA, DIOS Y EL FUTURO

El silencio volvió, lentamente, como una marea que llega sin fanfarria.

Después de las marchas, después de las leyes, los tribunales y las ceremonias, Luis se encontró despertando en la quietud. Ese tipo de silencio que alguna vez temió en la clínica, ahora era suyo. Ya no oía el zumbido de las luces fluorescentes sobre su cabeza, ni puertas metálicas ni los gemidos lejanos de hombres sedados. En su lugar: el silbido de la tetera, el arrullo de las tórtolas, el murmullo de Santiago en una colina lejana.

Las mañanas se convirtieron en su santuario.

Se despertaba justo antes del amanecer, encendía una vela en su pequeño escritorio, y se sentaba en silencio antes de abrir su Biblia gastada. No lo hacía por superstición ni por deber. Era como había aprendido a empezar de nuevo: palabra por palabra. A veces leía solo un versículo y se quedaba suspendido en su aliento durante horas.

Una mañana leyó:

“Y os restituiré los años que comió la langosta.”

Cerró el libro. Las manos le temblaban.

Susurró: “Señor, ¿eso es lo que has hecho?”

La oración había cambiado con los años. Ya no suplicaba. Ya no pedía restauración. Ya no pedía una memoria perfecta, ni siquiera justicia. Lo que pedía, si acaso, era claridad. Ver las cosas como eran. Nombrarlas con honestidad.

Algunos días, todo lo que podía decir era: “Gracias.”

Otros días: “Ayúdame a seguir recordando.”

Pero incluso cuando no salían palabras, se quedaba quieto y prestaba atención a Dios como se la prestaba a la poesía: con asombro, y con entrega.

A menudo se preguntaba si Dios, también, era un poeta. Uno que usaba líneas torcidas, sintaxis rota, silencios. Tal vez, pensaba Luis, la memoria no se trataba de precisión, sino de sentido. Tal vez el propósito de recordar no era restaurar el pasado, sino dignificarlo.

Su cuaderno; negro, de espiral, con páginas medio rasgadas, contenía fragmentos que ya no intentaba pulir.

Las manos de mi madre, fruta demasiado madura, el zumbido de las luces fluorescentes.

Miguel Río todavía me visita. Dice que solo está tomando prestado mi cerebro.

La memoria es una disciplina. No todo vuelve. Pero igual practicamos.

No siempre los compartía. Algunos eran demasiado crudos. Demasiado íntimos. Escribía no para ser leído, sino para permanecer entero.

Eso, había llegado a creer, era el trabajo de la recuperación. No volver a ser quien fue, sino convertirse lentamente, con fidelidad. Reconstruirse sin apuro. Sin vergüenza.

Joaquín venía cada domingo. Traía pan fresco y cuentos de la escuela de cine. Su cabello había crecido, rizos negros cayendo sobre sus orejas. Luis a veces lo miraba demasiado tiempo, sorprendido por cuánto había continuado la vida, a pesar de todo. Su hijo; una vez casi muerto en un terminal de buses, una vez salvaje de rabia, ahora era amable. Incluso alegre.

Ya no hablaban mucho del pasado. Pero una vez, tras un largo silencio durante el almuerzo, Joaquín preguntó:

“¿Crees que Dios lo permitió?”

Luis dejó el tenedor. No respondió de inmediato. Luego, en voz baja:

“Creo que Dios se quedó conmigo cuando ocurrió. Eso es lo único que sé.”

Joaquín asintió. “Sí. Creo que también se quedó conmigo.”

Esa noche, Luis oró distinto. No por sí mismo, sino por su hijo. Por la memoria de su hijo. Por la paz de su hijo. Que toda violencia heredada, de las calles, de las desapariciones de su padre, del Estado, no se convirtiera en su historia final.

Compuso un poema en su cabeza, y luego lo escribió en la página:

Que mi hijo recuerde más de lo que yo pude.

Que recuerde la canción de su madre,

La forma en que la luz entraba por la ventana en julio.

Que recuerde la alegría,

Para que cuando les diga a sus hijos quiénes fuimos,

pueda decir,

‘Resistimos, y perdonamos.’

Su hermana, Consuelo, lo visitaba por temporadas. Había retomado la pintura, usando óleos brillantes y figuras abstractas. Sus lienzos eran ruidosos e inapelables. Decía que la ayudaban a ver lo que las palabras no podían. Un domingo, trajo un retrato.

Era Luis, sentado en una silla de madera, mirando por una ventana. Pero en lugar de ojos, el cuadro tenía dos relojes pequeños.

“Eres tú,” dijo. “Pero también es el tiempo. La memoria. Las piezas que se pierden.”

Él lo miró, atónito. Luego, con lágrimas en los ojos, dijo: “Es hermoso. Duele, pero es hermoso.”

Consuelo sonrió. “Entonces es honesto.”

A veces, aún le escribía gente. Sobrevivientes. Estudiantes. Extraños de otros países.

Llegó una carta desde Polonia. Otra desde Argentina. Una mujer de Estados Unidos escribió: “Me llamaron caso perdido. Pero al leer sobre su juicio tuve el valor de volver a hablar. He empezado a escribir poemas también. Gracias.”

Luis las leía todas, pero rara vez respondía. No se sentía calificado para ser un profeta. Aún estaba sanando. Aún olvidaba cosas. A veces quemaba el arroz. Perdía las llaves. No recordaba los nombres de poetas que una vez recitaba de memoria.

Pero recordaba cómo amar. Cómo quedarse quieto cuando llegaban las sombras. Cómo acercarse a Dios sin necesitar respuestas perfectas.

Recordaba lo suficiente.

Una tarde, mientras limpiaba archivos viejos, encontró una carpeta marcada “Miguel Río.” Dentro: escritos tempranos, notas garabateadas durante sus meses de disociación. Había versos extraños, mitad en inglés, mitad en español. Dibujos de ríos, bocas abiertas, una casa en llamas. Casi los tiró.

Luego se detuvo.

Ese también había sido él. Una versión. Una supervivencia.

Los guardó en su nuevo cuaderno. No borraría a ese hombre. Ese nombre.

Incluso el olvido tiene memoria, pensó. Incluso el borrado deja huellas.

Para finales de la primavera, el jardín fuera de su departamento florecía con desenfreno. Luis había empezado a cultivar romero y lavanda en macetas de barro. El gato del barrio venía a tomar sol cerca de su puerta. La vida, ordinaria y preciosa, retomaba su ritmo.

Por las mañanas, escribía. Por las noches, rezaba. Y cuando no podía escribir ni rezar, simplemente se sentaba, respiraba, y miraba el cielo.

Una vez, alguien le preguntó durante un segmento radial:

“¿Cuál es su definición de redención?”

Pensó durante mucho tiempo. Luego dijo:

“Ser sostenido por Dios incluso cuando has perdido tu nombre.”

La habitación había cambiado, pero solo un poco. El escritorio seguía ahí, la superficie de madera suavizada por años de codos e tinta, de tazas de café matutinas y pilas de borradores inconclusos. La silla crujía como siempre. La cortina, medio rasgada, con la vieja mancha de té cerca del borde, aún se movía con el viento que entraba por la ventana entreabierta. Pero Luis Hernán Carmona ya no era el mismo. Ya no se sentaba encorvado por desesperación o delirio, garabateando palabras que temía desaparecerían tan pronto como llegaran. Se sentaba erguido, con los hombros relajados, el bolígrafo firme en la mano, los ojos abiertos.

La fecha era 12 de octubre de 2025. Acababa de cumplir cuarenta. El viento primaveral de los Andes traía el olor de las jacarandas floreciendo por la ciudad, y en alguna parte de la calle abajo, un niño cantaba un reguetón medio olvidado mientras pasaba en su patineta. Joaquín, probablemente. Su hijo había salido temprano para su clase de teatro, con una polera deslavada de Metallica y un ridículo gorro pescador. Ya no eran solo padre e hijo; eran compañeros de sobrevivencia, reconstruyendo la confianza con pan quemado y maratones de películas los domingos.

La Biblia de Luis estaba abierta junto a su libreta. Salmo 30: “Convertiste mi lamento en danza.” Lo había leído en voz alta esa mañana, solo con su café. No con fervor ni teatralidad, sino con reconocimiento silencioso, como agradecer a alguien que creías te había abandonado, solo para descubrir que en realidad nunca se fue.

Se inclinó hacia adelante, deslizando el bolígrafo por la página con el peso decidido de alguien que ya no temía olvidar. Su caligrafía era más desordenada que antes, menos nítida, más interrumpida por pausas, pero aún era suya. Un poco más torcida, sí. Un poco más lenta. Pero real.

Durante meses, los médicos le habían advertido que el daño del electroshock sería permanente. Que la memoria, una vez seccionada, jamás podría coserse por completo. Olvidaría nombres, lugares, fechas. Tal vez nunca reconocería sus propios poemas otra vez. Pero no contaban con la fe, ni con la obstinación de un poeta que había aprendido a escribir con fragmentos, con los pedazos del tiempo.

Luis aún perdía las llaves, aún olvidaba si había tomado su medicación. Pero ahora llevaba una libreta pequeña en el bolsillo de la camisa, escribía recordatorios, anotaba versos que le venían mientras lavaba los platos o doblaba la ropa. Su departamento en Providencia se había convertido en un archivo viviente: post-its en el refrigerador, títulos en un corcho, versos pegados al espejo del baño. Y a través de todo eso, había aprendido a reír. Cuando la memoria le fallaba, el humor llenaba el vacío.

El éxito de Una Habitación Sencilla: Poemario hacía mucho que había desaparecido de los titulares. Su nombre ya no aparecía en la página principal de Google. Pero en rincones de Chile y mucho más allá: Argentina, España, incluso partes de México, sus palabras aún viajaban. Sus correos se llenaban lentamente con cartas de sobrevivientes del abuso psiquiátrico, de madres que habían perdido hijos, de médicos que comenzaban a cuestionar en silencio los sistemas que servían.

Y luego estaba la ley. La Ley Carmona.

Todavía le costaba decirla en voz alta sin que una extraña oleada de incredulidad lo envolviera. No era orgullo lo que sentía, era algo más profundo, más complejo. Duelo envuelto en justicia. Una paz extraña que solo llega cuando algo irreversible finalmente ha sido nombrado y prohibido.

El fallo de la Corte Suprema había llegado en junio de ese año, tras años de testimonios de pacientes, batallas judiciales, expedientes filtrados de clínicas y exposición periodística. La terapia electroconvulsiva, antes vista como último recurso, había sido declarada inconstitucional e inhumana. El Ministerio de Salud había sido responsabilizado. Las clínicas habían cerrado. Las licencias, revocadas. Los pacientes habían recibido disculpas públicas y compensación económica. Y en el papel, la victoria parecía total.

Pero Luis sabía más. Sabía lo que no se podía deshacer.

Los recuerdos nunca volvieron.

Había años; tramos enteros del tiempo, borrados por completo de su mapa interior. La primera vez que besó a alguien. El matrimonio de su sobrino. El aroma del jabón de su abuela. Incluso algunos de sus propios poemas ahora le resultaban ajenos. Tenía que leerlos como un extraño, maravillándose ante lo que alguna vez escribió sin recordar la mano que sostuvo el bolígrafo.

Pero ya no lloraba por esos vacíos. Había empezado a verlos como parte del paisaje. Como baches en un camino largo; inevitables, bruscos, pero soportables. Aprendías a conducir distinto. Ibas más lento. Mirabas el cielo.

Su comunidad eclesiástica había sido constante. Los evangélicos, con su ropa modesta y sus manos suaves, se habían convertido en una segunda familia. No todos creían en el fracaso de la psiquiatría, pero creían en Luis. Habían visto sus manos temblorosas, sus silencios, sus estallidos repentinos y pensamientos extraviados, y se habían quedado. El pastor Javier incluso dedicó un sermón al “testimonio de un poeta roto y reconstruido.” Le impusieron las manos. Oraron por su mente, por su lengua, por las páginas de sus cuadernos.

Y Luis lloró, no porque esperara que Dios deshiciera lo que ya había sido hecho, sino porque Dios había permanecido cuando todo lo demás se había ido.

Ya no temía estar loco. Esa palabra, loco, alguna vez fue usada como un filo. Por los psiquiatras, por el personal de la clínica, por los medios. Delirante. Paranoico. No cooperativo. Pero ahora, Luis la decía con orgullo. “Me volví loco,” decía. “Y volví con poemas.”

En la pared sobre su escritorio colgaba una fotografía de Consuelo, su hermana, sosteniendo un pincel entre los dedos, su rostro iluminado a medias por los colores de un mural al atardecer que nunca terminó. Debajo, en un pequeño marco de madera, había una foto de Joaquín de niño, con apenas diez años, los ojos demasiado serios para su edad. Luis posaba la mirada en ellos con frecuencia, especialmente en los días largos de escritura.

A veces, escribía cartas a los muertos. A Neruda, a Gabriela Mistral, a los pacientes olvidados que nunca vivieron para ver la justicia. Les contaba lo que ocurría ahora, que el mundo era distinto, aunque fuera un poco, porque ellos habían vivido, y sufrido, y sido escuchados. Terminaba cada carta con un verso.

“No fuimos hechos para ser perfectos,” escribió una vez. “Fuimos hechos para persistir.”

Afuera, la ciudad seguía adelante. Los carros del metro zumbaban bajo el pavimento, estudiantes discutían de política sobre empanadas, alguien tocaba jazz en una azotea lo suficientemente lejos como para que sonara como un sueño. Luis se detuvo, dejando que los sonidos se fundieran con su escritura.

Trabajaba en un nuevo libro. No un poemario esta vez. Algo más extraño, más difícil de clasificar. Parte memorias, parte manifiesto. Un collage de testimonios y sueños, expedientes judiciales y alucinaciones. Un libro donde Miguel Río conocía a Luis Carmona y ninguno tenía que disculparse por existir.

Le había puesto un título provisional: La luz que olvidamos.

A las 11:43 AM, sonó el teléfono. Era un periodista de Radio Bío-Bío, preguntando si estaría dispuesto a participar en un panel sobre el futuro de la salud mental en Chile. Luis dijo que sí. Siempre decía que sí ahora. No porque ansiara la atención, sino porque el silencio casi lo había matado. Ahora, su voz era parte de un coro de sobrevivientes —gente que se negaba a olvidar, incluso cuando no podía recordar.

Al colgar, anotó una nota rápida para la entrevista: Decir la verdad. Incluso las partes feas.

Cerró su cuaderno, se levantó para estirarse. Le crujieron las rodillas. Sonrió. Fue a la cocina y se sirvió una taza de café tibio. Luego volvió al escritorio.

Antes de sentarse de nuevo, alargó la mano hacia el interruptor y apagó la luz. La habitación se atenuó, bañada solo por el resplandor dorado y pálido del sol de la mañana.

Miró a su alrededor; los libros, las fotos, el caos de una mente reconstruyéndose, y susurró, casi inaudible: “Gracias.”

Y luego, con deliberada lentitud, escribió la última línea del día:

“Aun un reloj roto conoce la hora de la gracia.”











Michael River

Chile, 2025


ISBN 978-956-423-119-8




































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