Cabeza de chancho

 


CABEZA DE CHANCHO

Me llamo Andrea Campos. Vivo en un hospital psiquiátrico y no sé cuándo podré volver a mi casa. Las rejas se parecen, a veces, a los pupitres del San Bartolomeo: líneas ordenadas, sombras que se repiten, voces que nunca terminan de callarse. Pienso en el colegio más que en cualquier otra cosa. Allí empezó todo.

Era la hora del recreo; iba otra vez atrasada. La profesora, con esa voz que guarda paciencia como un tesoro y nunca lo entrega, me clavó la pregunta:

—¿Por qué llegas siempre tarde Andrea, ¿Se te perdió algo? Anda a sentarte en tu puesto, que empezamos Matemáticas. Saquen el Santillana, por favor.

En ese salón yo llevaba dos vidas: la que se veía en los exámenes y la que se quedaba escondida en los espejos del baño. Nadie sabía que vomitaba después de comer para parecer más delgada, para encajar en un reflejo que no era el mío. Quería ser la más regia de la graduación, ponerme vestido y que me dijeran: te ves estupenda. Era casi fin de año y ya venía la graduación.

Un día, después del almuerzo, aparecieron las risas donde antes había silencio. Mis compañeras me habían filmado vomitando en el baño, la escena que yo creía privada había salido a la luz. Mi imagen estaba en todas las pantallas de los teléfonos móviles, convirtiendo mi vergüenza en espectáculo. Me gritaban entre todos. —¡Eres una cabeza de chancho! Maldita perra bulímica, cagaste para siempre. Esto está va a publicarse por todas partes

La palabra me dañó con la fuerza de un golpe repetido hasta que me dejó una marca emocional. «Cabeza de chancho», me decían. El apodo se transformó entonces en algo aparte que vivía fuera de mí: memes, chistes en los recreos, miradas que se clavaban como agujas. Al llegar a mi casa le conté a mi mamá, pero ella me dijo lo que siempre dicen las madres: "son puras tonteras, se va a pasar". Pero no se pasó. El corazón me dolía mucho cuando me repetían esas palabras, ya no tenía donde ocultarme.

La humillación creció como una niebla que no se disipa. Pensé hasta en suicidarme. En desaparecer muchas veces; me asustaba la facilidad con que la muerte podía ser una salida. Y el miedo me hizo actuar con la lógica torcida de quien ya no tiene refugio: si el mundo me empujaba hacia afuera, yo cerraría la puerta por adentro.

Era el último día de clases. Recuerdo el zumbido de la sala, los rostros con el maquillaje de la indiferencia. Yo pedí ir al baño y, como siempre, nadie sospechó lo que llevaba pensando desde hace semanas. Cerré la puerta con llave. Caminé en silencio por el pasillo, escuché los pasos lejanos, el murmullo normal de la escuela que seguía ajena a mi decisión. Me robé las llaves de la inspectoría cuando no había nadie, y fui a la bodega y saqué el gas de la estufa para el invierno. Al final todo sucedió demasiado. El gas hizo su trabajo.

Finalmente me llevaron los paramédicos en ambulancia y me pusieron una inyección. Cuando desperté ya no había nadie que me llamara "regia" ni nadie que me corrigiera en una prueba. Habían puesto mi nombre en grande en los periódicos: “La Masacre del barrio alto” decía en primera plana, al parecer murieron muchos compañeros, hasta la profesora murió. La culpa es un peso que no se mide en kilos; es una red que corta los días y alcanza a todo lo que queda por delante.

Me trajeron aquí. El sanatorio huele a medicamento y a muchas horas contadas. Las enfermeras vienen con bandejas y pastillas blancas y amarillas para calmar mi ansiedad y depresión: Mañana te sentirás mejor, me dicen. Ahora no puedo vomitar nunca más, porque me controlan diariamente. A veces me miro las manos buscando algo que me diga que pasó realmente.

Cuando llega la noche, me acuerdo del recreo, del Santillana y sobre el pupitre, de la voz de la profesora que me decía "Anda a sentarte". Me pregunto si hubiera bastado con que alguien dijera otra cosa; si una palabra de verdad, no de consuelo ligero, habría sido capaz de deshacer el nudo que me apreta la garganta. Pienso en mi madre repitiendo "se va a pasar" como si las palabras tuvieran el poder de tapar lo que las redes sociales habían abierto.

La etiqueta, el apodo, se ha convertido en un espejo deformado. «Cabeza de chancho» dejó de ser un insulto para ser un lugar al que vuelvo en sueños; a veces estoy en el baño del colegio, a veces en la cocina con la estufa encendida, y otras —las peores— entro a la sala donde todos los que perdí me miran con reproche. No sé si lo que siento es culpa, rabia o miedo. Probablemente una mezcla de las tres, como todos los sabores mezclados en una lengua que ya no reconoce lo dulce.

No pido perdón con voz clara porque las palabras también se desgastaron. Pido, en voz baja, que alguien recuerde que detrás de los apodos hay personas que respiran, que tiemblan, que aman y fallan. Pido, en silencio, que haya menos teléfonos filmando baños y más manos que sostengan cuando el cuerpo pide ayuda. Pido, aunque no sé a quién, que los chistes no sean condenas.

A veces, la enfermera me trae un vaso de agua y sonríe con la paciencia de quien ha visto otros huracanes pasar. Me siento pequeña en una cama que está hecha para que uno aprenda a quedarse quieto. Pero hay horas en que invento un final distinto: regreso al recreo, me siento en el pupitre, saco el Santillana y, en lugar de números, escribo mi nombre con una letra grande. No borro el pasado, pero lo miro y trato de entender como llegué a esta situación.

Si te preguntan quién soy, diles mi nombre: Andrea. Si insisten en el apodo, que lo guarden como lo que fue: una palabra cruel que no alcanza a definir a una persona entera. Y si alguna vez ves a alguien con la mirada perdida, recuerda que un insulto en el recreo puede pesar más que cualquier nota en un examen. A mí me tocó aprenderlo por las formas más duras. Aquí, en este lugar tenebroso, intento aprender otra lección: la del tiempo que no regresa, pero que, a veces, permite que algo pequeñito vuelva a crecer.







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