La paciencia de San Pedro - Cuento corto
LA PACIENCIA DE SAN PEDRO
Soy un ángel palestino, me llamo San Pedro. Antes de convertirme en el guardián del cielo, era un simple pescador en las aguas del Mar de Galilea. Pasaba mis días remando en mi bote de madera, luchando contra el oleaje y esperando la pesca del día para venderla en el mercado del pueblo. Tenía las manos ásperas, la piel quemada por el sol y una vida sencilla, pero llena de paz. Sin embargo, desde que dejé la Tierra, mi destino cambió por completo.
Ahora trabajo en el cielo, y aunque aquí no hay tormentas ni mercados, mi labor es igual de ardua. Soy el recepcionista eterno, el portero del paraíso. Llevo incontables años en este puesto, recibiendo almas, anotando nombres en mi lista infinita, y decidiendo quién puede entrar y quién debe quedarse fuera. No hay pausas ni vacaciones. Cada día llegan miles de fantasmas, todos en fila, con miradas de ansiedad y esperanza, esperando que les dé la bienvenida.
Mi escritorio es de mármol blanco, frío como el hielo, y sobre él descansa un reloj de oro que nunca deja de marcar el tiempo de las eternidades. Frente a mí, una escalera blanca se eleva desde la Tierra cada vez que alguien muere. Por ella suben los espíritus, algunos aún asustados, otros serenos, con sus recuerdos a cuestas. Yo los recibo con paciencia… aunque, siendo sincero, últimamente me siento agotado.
—¿Hasta cuándo podré seguir así? —me pregunto mientras reviso la lista interminable—. Estoy cansado, demasiado cansado.
Un día, mientras terminaba de recibir un grupo de almas recién llegadas de distintas partes del mundo, escuché un estruendo en el cielo. Era Dios, o como algunos lo llaman, Jehová. Su presencia es tan majestuosa que parece un edificio viviente, alto y firme, con una barba blanca que brilla como la nieve y una túnica de seda que cambia de color con la luz. Esa vez llevaba un pañuelo violeta en el hombro, como un rey al que nada le falta.
—Pedro, mi fiel servidor —tronó su voz, como si mil campanas sonaran al mismo tiempo—. Sé que estás cansado, pero quiero que recuerdes algo muy importante: la paciencia es una virtud sagrada. No todos pueden hacer tu trabajo, pero tú has demostrado ser el mejor en esta labor.
Yo agaché la cabeza, sintiéndome pequeño ante su grandeza.
—Padre, me siento atrapado. Todos los días son iguales: almas que suben, nombres que revisar, decisiones difíciles… No tengo tiempo para nada más. ¿Qué debo hacer para no perder el ánimo?
Dios me miró con ternura, aunque su mirada sigue siendo tan imponente que podría hacer temblar montañas.
—Te daré un consejo, Pedro. La paciencia no solo se aprende soportando el cansancio, sino también encontrando alegría en los detalles más pequeños. Quiero recompensarte por tu servicio. Te enviaré algo que te hará reír, algo que te recordará la importancia de vivir con ligereza, incluso en medio de las tareas más duras.
—¿Un regalo? —pregunté, sorprendido.
—Sí, Pedro. Viene llegando un escritor chileno llamado Miguel Carmona, un hombre que en la Tierra supo mezclar imaginación y humor para alegrar a muchos. Él trae un obsequio para ti: una esfera de cristal indestructible con un duende irlandés encerrado dentro.
No entendí al principio.
—¿Un duende… verde? —dije, arqueando una ceja.
—Exactamente —respondió Dios con una sonrisa—. Es un leprechaun travieso, pero muy divertido. Cuando lo agites, comenzará a bailar, refunfuñar y decir tonterías. Créeme, Pedro, te sacará una carcajada en los días más aburridos.
Un rayo de luz iluminó mi escritorio y de pronto apareció Carmona, un hombre delgado, con barba y mirada soñadora, llevando una caja de madera. Dentro estaba la famosa esfera de cristal, con un diminuto duende de traje verde, barba pelirroja y sombrero puntiagudo.
—Aquí tienes, San Pedro —dijo Carmona—. Cuídalo bien, porque no puede salir nunca más. Su destino es alegrarte.
Desde el primer momento, el duende comenzó a gritar:
—¡Oye, ángel barbudo! ¡Déjame salir de aquí! No soy un muñeco para tu entretenimiento. ¡Tengo derechos!
Yo no podía evitar reírme. Su voz era aguda, y cuando se enojaba hacía pucheros muy graciosos.
—Tranquilo, pequeño —le dije—. No puedo liberarte, pero prometo cuidarte. Eres mi nueva compañía.
Cuando lo agito, el duende da vueltas dentro de la esfera como si estuviera en una montaña rusa y suelta frases como:
—«¡No lo hagas más, me mareo!»
—«¡Eres cruel, Pedro, cruel!»
—«¡Dame un poco de cerveza al menos, malvado!»
Aquello me hizo olvidar por un momento el peso de mi trabajo. Sentí que Dios tenía razón: un toque de humor puede devolvernos la paciencia perdida.
Una nueva forma de trabajar
Ahora, cada vez que recibo a las almas, el duende me acompaña. A veces, cuando la fila es muy larga y los espíritus están nerviosos, les muestro la esfera para que lo vean bailar. Algunos fantasmas ríen por primera vez en siglos. El ambiente se vuelve más liviano y mi corazón se llena de energía.
—¿Ves? —me dijo Dios en una de sus visitas—. No todo tiene que ser solemne. La paciencia es también aprender a reír en medio del trabajo más duro.
Le agradecí con el alma.
—Padre celestial, me has dado una gran lección. No es la cantidad de trabajo lo que nos agota, sino la falta de alegría. Ahora entiendo.
Un día el duende me dijo, con un tono más tranquilo:
—Pedro, ¿sabes algo? Aunque estoy atrapado en esta esfera, nunca me había divertido tanto. Tal vez la libertad también es saber reír, aunque no puedas correr por la pradera.
Sus palabras me sorprendieron. Tal vez hasta los seres más traviesos entienden la importancia de adaptarse.
Gracias al escritor Karmona y al regalo divino, mi corazón volvió a llenarse de paciencia. He aprendido que ser paciente no es simplemente esperar, sino encontrar un propósito y una sonrisa mientras esperas.
Hoy sigo trabajando como siempre, pero cuando me siento cansado, agito mi esfera y escucho al duende quejarse. Y, aunque sufra un poco, sé que él también se ha convertido en parte de mi misión.
La paciencia, he descubierto, es la forma más pura de sabiduría.
Fin.
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