La Maldición del Rey de Escocia
La Maldición del Rey de Escocia
Dedicado: Alma Ratto
I. El Rey de Oro
En las tierras verdes y brumosas de Escocia, en el año 1860, gobernaba un rey como no hubo otro en su tiempo: Spencer Mac-karmo, un monarca sabio, justo y fuerte. Su reinado era recordado como una época de abundancia, en la que el pueblo vivía sin hambre y las cosechas eran generosas. Los habitantes de Edimburgo lo veneraban, pues era conocido por ayudar a todos sin distinción, desde el campesino más humilde hasta el noble más encumbrado.
El rey Spencer era un hombre imponente. Tenía los ojos azules como el hielo del invierno, una larga cabellera rubia y una barba espesa que le daba un aire de guerrero antiguo. Siempre portaba una armadura de oro que reflejaba los rayos del sol, y en su cabeza reposaba una corona dorada, símbolo de su poder y de la lealtad de su pueblo. No había enemigo que pudiera enfrentársele en combate. Con la espada era letal, con el arco certero, y su fuerza se decía que era la de diez hombres. Practicaba todos los días, pues para él ser rey no solo significaba gobernar, sino también proteger.
Su castillo, una fortaleza de piedra gris con torres que tocaban el cielo, se alzaba en lo alto de una colina. Desde el mirador se podía ver gran parte del reino, los valles cubiertos de niebla, los bosques espesos donde el viento susurraba historias antiguas, y las montañas lejanas como guardianas eternas. En los atardeceres, el cielo se teñía de rojos y naranjas, y las gaitas sonaban con melodías heroicas cuando el rey cruzaba el pueblo.
Pero más allá de su fama como guerrero, Spencer era un hombre de familia. Estaba casado con Ana Duncan, una mujer de belleza tan serena que parecía hecha de luz. De su unión nacieron dos hijos varones: William, el mayor, de quince años, un joven valiente y con ansias de ser como su padre, y Andrew, el menor, de diez años, curioso y risueño.
Cada mañana, la familia real desayunaba junta en el gran salón del castillo. Sobre la mesa había huevos revueltos, pan fresco, salchichas, salames, frutas, mantequilla, palta, café y jugos naturales. A la hora del almuerzo, a las dos en punto, el chef preparaba brochetas de vacuno con verduras, acompañadas de vino tinto para los adultos y jugos para los niños. Era una familia unida y feliz… hasta que la sombra de la desgracia cayó sobre ellos.
II. La Muerte de la Reina
El invierno llegó temprano aquel año. Los vientos del norte soplaban con furia, trayendo consigo una niebla espesa que cubría las calles de Edimburgo como un manto lúgubre. En el castillo real, sin embargo, el fuego ardía en cada chimenea y los banquetes seguían llenando las mesas. A pesar de las riquezas y el poder, una sombra crecía en el corazón de la familia real: la salud de la reina Ana Duncan se deterioraba día tras día.
Ana, la mujer que con su sola sonrisa era capaz de iluminar los salones del castillo, había comenzado a enfermarse de manera extraña. Al principio fue un dolor leve en el abdomen, algo que parecía inofensivo. Pero con el tiempo, las molestias se convirtieron en algo insoportable. En las noches, cuando todos dormían, Ana lloraba en silencio, sosteniéndose el vientre con ambas manos, como si dentro de ella un fuego invisible la consumiera.
Spencer, desesperado, llamó a médicos de todas partes: Inglaterra, Francia, Italia… Cada uno llegaba con sus conocimientos y remedios, pero ninguno lograba curarla.
—Señor, creemos que es un problema del estómago, quizás un envenenamiento leve. Le daremos hierbas para calmar el dolor.
Pero las hierbas no hacían más que adormecerla, y su cuerpo se volvía cada día más frágil.
—Ana, por favor, dime qué sientes —le suplicaba el rey cada noche—. Si pudiera, tomaría tu dolor para que no sufrieras más.
—Mi querido Spencer —respondía ella, acariciando su rostro—, no te atormentes. Esta es mi lucha, y la daré hasta el último aliento.
El rey, que siempre había sido un hombre fuerte y seguro, comenzó a perder el brillo en los ojos. Sus días se dividían entre las obligaciones del reino y el cuidado de Ana. En el consejo real, a menudo se quedaba en silencio, como si su mente estuviera atrapada en los pasillos del castillo, junto a su esposa.
Los hijos de la pareja, William y Andrew, tampoco entendían lo que sucedía.
—¿Por qué mamá está siempre en cama? —preguntaba Andrew, el más pequeño.
—Porque es muy valiente y está luchando contra un mal invisible —decía Spencer, ocultando sus lágrimas—. Pero la cuidaremos entre todos.
El pueblo comenzó a enterarse de la situación. Las plegarias por la salud de la reina se escuchaban en las iglesias y monasterios, y los músicos de la ciudad componían canciones dedicadas a su fortaleza. Ana era muy querida por todos, pues siempre había mostrado un trato amable y compasivo con el pueblo.
Pasaron los años, y la enfermedad continuó avanzando. El rostro de Ana, antes lleno de vida, ahora parecía una delicada escultura de porcelana: pálido, frágil, pero con unos ojos llenos de ternura que nunca dejaron de brillar. Era una belleza trágica.
Una tarde de otoño, mientras el sol teñía el cielo con colores dorados y rojos, Ana pidió a Spencer que la llevara al jardín del castillo. Allí, entre rosas y tulipanes, respiró profundamente el aroma de las flores.
—¿Recuerdas cuando solíamos venir aquí con los niños, cuando eran pequeños? —dijo con una sonrisa débil.
—Lo recuerdo todo, Ana. Cada instante contigo lo llevo en el alma.
Ella lo miró con una mezcla de amor y resignación.
—Spencer… prométeme que cuidarás de ellos. Prométeme que seguirás siendo fuerte, incluso cuando yo no esté.
El rey se arrodilló junto a ella, tomándola de las manos.
—No digas eso. Viviremos muchos más años juntos.
Ana, con lágrimas en los ojos, simplemente lo besó en la frente.
Esa noche, el dolor fue más fuerte que nunca. Los sirvientes corrían por los pasillos buscando médicos, pero nada podía hacerse. Ana, exhausta, pidió ver a sus hijos por última vez.
—Mis amores —les dijo, abrazándolos con las pocas fuerzas que le quedaban—, recuerden siempre ser buenos, como su padre. El amor que les tengo es más grande que el cielo y el mar juntos.
Cuando el alba comenzó a asomar, Ana Duncan exhaló su último suspiro. El rey, de rodillas junto a su cama, lloraba como un niño.
—¡No me dejes, Ana! ¡No me dejes solo en este mundo! —gritaba, apretando sus manos frías.
El castillo entero quedó sumido en el silencio. Las campanas de Edimburgo comenzaron a sonar, lentas y pesadas, anunciando la muerte de la reina. El pueblo entero vistió de negro. Miles de flores fueron llevadas al castillo por los aldeanos como muestra de respeto y dolor.
El día del entierro, el cielo estaba cubierto de nubes grises. El ataúd de Ana, cubierto con rosas blancas, fue llevado al panteón real. El sacerdote pronunció las palabras finales:
—Que descanse en paz esta reina noble, cuyo corazón fue tan grande como la tierra que gobernó.
Spencer permaneció de pie, sin mover un músculo, mientras las lágrimas caían por su rostro. Su mirada era la de un hombre que había perdido la mitad de su alma.
—Ana… algún día volveré a encontrarte, en un lugar sin dolor ni sombras. Te lo prometo.
Después del funeral, el rey se encerró en sus aposentos durante días. No comía, no dormía. Los pasillos del castillo parecían más oscuros, y hasta los músicos dejaron de tocar las gaitas que tanto le gustaban.
Fue en esa oscuridad emocional donde su alma comenzó a debilitarse, y las brujas, observando desde su bosque maldito, aprovecharon su dolor para lanzar el conjuro que marcaría el resto de su vida.
III. Las Brujas del Bosque
Más allá de las montañas de Edimburgo, cruzando el bosque encantado, existía un paraje al que nadie se atrevía a entrar. Allí, donde la luz del sol apenas atravesaba los árboles y el aire era tan denso que parecía respirar maldad, vivían las tres hermanas malditas: Morwen, Selene y Griselda, conocidas por todos como “las Brujas del Bosque”.
Habían sido desterradas por orden del rey Spencer años atrás, cuando se descubrió que engañaban a los aldeanos con promesas de amor eterno y fortuna, mientras practicaban magia negra a costa de almas inocentes. Cuando fueron expulsadas, juraron venganza:
—¡Ese rey pagará por humillarnos! —rugió Morwen, la mayor, con su cabello gris como cenizas y ojos negros como pozos.
—Lo haremos sufrir tanto que deseará haber muerto antes de enfrentarse a nosotras —susurró Griselda, la delgada y encorvada hermana menor, con una sonrisa de dientes podridos.
Vivían en una cabaña torcida, construida con madera vieja y huesos de animales. Del techo colgaban cráneos, amuletos y campanas oxidadas que sonaban con el viento como si fueran susurros de ultratumba. El interior era aún más aterrador: en estantes llenos de polvo se apilaban frascos con ojos de sapo, serpientes disecadas y hierbas secas que exhalaban un olor a muerte.
La segunda hermana, Selene, la más joven y hermosa (aunque con un rostro tan pálido que parecía una estatua de mármol), pasaba horas mirando dentro de un caldero oscuro, donde las sombras parecían cobrar vida.
—Puedo ver su tristeza —dijo una noche—. La reina ha muerto, y el rey se desmorona por dentro. Este es el momento perfecto para hundirlo.
Las otras dos brujas se miraron con sonrisas torcidas.
—Sí… vamos a romper su espíritu. Le daremos un poder tan terrible que no sabrá si es un don o una maldición.
La noche elegida para el hechizo fue tan oscura que ni las estrellas se atrevieron a asomarse. Las brujas encendieron un fuego verde en el centro del bosque, alrededor de una gran olla negra que hervía con un líquido espeso y burbujeante.
—¡Revuelve, hermana! —ordenó Morwen—. Revuelve hasta que el destino del rey sea sellado.
Griselda comenzó a arrojar ingredientes al caldero:
Tres patas de araña negra.
Un corazón de gallo sacrificado al amanecer.
Un puñado de tierra del cementerio real.
Sangre fresca de cuervo, mezclada con lágrimas de serpiente.
Una rama de acebo arrancada bajo la luna nueva.
Mientras agitaban la mezcla, comenzaron a cantar en una lengua olvidada, una melodía tan inquietante que los árboles del bosque crujieron y los animales huyeron despavoridos. El aire se llenó de un humo espeso y maloliente, que formó figuras en el cielo: lobos, colmillos, ojos rojos.
—¡Rey de Escocia, escucha nuestra voz! —gritó Selene—. Esta noche tu destino se quiebra. Con cada luna llena, tu sangre se agitará, y la bestia dentro de ti despertará.
Morwen levantó un cuchillo ceremonial, lo hundió en el caldero y dejó caer gotas del líquido espeso sobre la tierra.
—Que su corona sea maldita. Que su corazón sea devorado por el hambre de la bestia. ¡Que el hombre se convierta en lobo!
Las brujas extendieron sus manos hacia el norte, donde el castillo del rey brillaba bajo la luna. El humo verde se elevó y viajó con el viento, cruzando colinas y valles hasta llegar a las murallas reales. Spencer, que esa noche se encontraba en la torre del castillo, sintió un escalofrío recorrer su cuerpo. Por un instante, creyó escuchar un aullido lejano que no parecía de ningún animal conocido.
En el bosque, las brujas sonrieron.
—Ya está hecho. La próxima luna llena despertará la bestia que dormita en su sangre.
—Y cuando se dé cuenta de lo que es capaz de hacer, será demasiado tarde —dijo Selene con frialdad—. Lo perderá todo: su honor, su corona, su humanidad.
Mientras el caldero hervía, las brujas recordaron su destierro. Morwen, la mayor, alzó su voz con ira:
—Ese hombre nos humilló. Nos llamó monstruos y nos expulsó de nuestras tierras. Pues ahora él será el monstruo. ¡Que vea cómo se siente perder su humanidad!
Griselda, con una risa histérica, añadió:
—Y cuando su gente descubra quién es el verdadero asesino, su amado pueblo lo odiará. Ningún rey sobrevivirá a la vergüenza de ser una bestia.
Selene, en silencio, observaba las llamas verdes. En su mente, ya se veía sentada en el trono de Escocia, con la corona dorada que tanto odiaban.
—Esta es solo la primera parte del plan —murmuró—. La maldición no terminará hasta que uno de nosotros tome lo que le pertenece.
Al terminar el conjuro, el bosque se agitó como si estuviera vivo. Las raíces de los árboles crujieron, los cuervos comenzaron a graznar en bandadas y el viento sopló con una voz espectral. Aquella noche, los pobladores de las aldeas cercanas sintieron el cambio. Algunos despertaron gritando, con pesadillas de lobos y sangre.
—El mal ha despertado —dijo un anciano del pueblo, mirando hacia el bosque—. Algo oscuro ha vuelto a caminar en estas tierras.
IV. La Primera Transformación
El cielo de Escocia estaba cubierto por nubes pesadas, teñidas de un gris oscuro que anunciaba la llegada de una tormenta. El castillo del rey Spencer, con sus muros de piedra milenaria, parecía más sombrío que nunca. Las sombras de los pasillos se alargaban, y el viento ululaba entre las torres como si el bosque entero susurrara un aviso.
El rey se encontraba solo en su estudio, con una copa de whisky en la mano, mirando fijamente la llama temblorosa de la chimenea. Desde la muerte de Ana Duncan, el vacío en su corazón había crecido día tras día.
—Ana… sin ti, todo esto carece de sentido —susurró, apretando los dientes.
De repente, un escalofrío recorrió su espalda. Sintió una punzada en el pecho, como si algo dentro de él despertara. El aire se volvió espeso, y una luna llena, radiante y roja como la sangre, asomó entre las nubes.
El dolor comenzó.
Primero, un ardor en los huesos, como si se rompieran para volver a unirse de forma antinatural. Cayó de rodillas, la copa de whisky se estrelló contra el suelo.
—¡Aaahhh! ¡¿Qué me está pasando?! —gritó con un rugido ahogado.
Su piel comenzó a rasgarse, sus músculos se hincharon y sus dedos se alargaron formando garras negras y afiladas. Su cara se deformó, los dientes se volvieron colmillos, y un hocico cubierto de pelo emergió donde antes había un rostro humano.
La ropa del rey se desgarró por completo, y en cuestión de segundos, donde había estado Spencer Mac-karmo, el noble monarca de Escocia, ahora se alzaba una criatura aterradora: un hombre lobo de más de dos metros de altura, con ojos rojos como brasas encendidas, un pelaje oscuro y brillante, y músculos tensos preparados para la caza.
Un rugido desgarrador llenó el castillo, haciendo eco por las paredes de piedra. Los guardias, asustados, creyeron que era el viento de la tormenta, pero esa noche, el rey había dejado de ser humano.
La mente de Spencer se sumió en una niebla roja. Ya no pensaba, solo sentía hambre, un hambre salvaje y primitiva. Su olfato, ahora agudo como el de una bestia, detectó el aroma de carne fresca en el aire. Escapó del castillo corriendo a cuatro patas, más veloz que un caballo.
Los bosques de Edimburgo se abrieron ante él. Los ciervos huyeron despavoridos, las aves nocturnas guardaron silencio. Spencer se movía como una sombra entre los árboles, sin dejar huella.
En un instante, escuchó pasos: un campesino que regresaba tarde a su casa, caminando por un sendero. El hombre apenas tuvo tiempo de gritar cuando la bestia cayó sobre él. Un rugido y el crujido de huesos rompieron la tranquilidad de la noche. El hombre lobo lo destrozó con sus garras, saciando su sed de sangre.
Cuando Spencer despertó al amanecer, estaba desnudo en medio del bosque, cubierto de sangre seca. Miró sus manos temblorosas, con restos de carne en las uñas.
—¿Qué… he hecho? —susurró, horrorizado.
Las imágenes borrosas de lo ocurrido le golpearon la mente: las garras, los dientes, la mirada del campesino justo antes del ataque. Spencer vomitó al darse cuenta de que había matado con sus propias manos… o más bien, con las de la bestia en la que se había convertido.
De vuelta en el castillo, el rey se encerró en sus aposentos. Miró su reflejo en un espejo roto. Por un momento creyó ver un par de ojos rojos brillando en su interior.
—¡No, no, no! Esto no puede estar pasando. ¡Soy un rey, no un monstruo!
Sus manos temblaban mientras recordaba las leyendas de las brujas desterradas. Comprendió que aquella transformación no era un castigo divino, sino un hechizo, una maldición enviada por sus viejas enemigas.
Pasaron solo unas noches desde el primer ataque en el bosque cuando la luna volvió a asomar, llena y brillante, como un ojo maligno observando desde el cielo. Spencer, sentado en su trono, trataba de convencerse de que aquello había sido una pesadilla. Sin embargo, los rumores en la ciudad eran cada vez más inquietantes: un monstruo había devorado a un hombre en el bosque cercano al castillo.
—Majestad, la gente dice que es una bestia salvaje —comentó uno de sus consejeros—. Un demonio, quizás.
Spencer no respondió. Su mirada estaba fija en la ventana, donde la luna comenzaba a levantarse. Sintió el mismo escalofrío de aquella noche, una presión en el pecho, un hormigueo en las manos que pronto se convirtieron en dolor.
El cambio comenzó otra vez.
Un grito inhumano salió de su garganta. Los huesos crujieron como ramas secas, su piel se estiró y el pelo negro brotó en oleadas. Los guardias reales, al escuchar los alaridos, corrieron hacia el salón del trono, pero lo que vieron los dejó petrificados:
—¡Por todos los santos! —exclamó uno de ellos.
Donde antes estaba su rey, ahora se erguía la criatura: un hombre lobo, con fauces llenas de colmillos y ojos ardientes como carbón encendido.
De un salto, el monstruo atravesó una ventana, saliendo al patio exterior y desapareciendo entre la oscuridad. Su fuerza era tan descomunal que los muros parecían temblar con cada zancada.
Esa noche, Edimburgo no dormiría.
La bestia corría entre callejones, su respiración agitada como una tormenta. Podía oler el miedo en el aire, podía escuchar los latidos del corazón de los hombres incluso desde lejos.
Un vendedor de periódicos, que regresaba tarde a casa, fue el primero en cruzarse en su camino.
—¿Quién anda ahí? —dijo el hombre, al escuchar el crujir de los adoquines.
No hubo respuesta. Solo un rugido salvaje y un par de ojos brillantes en la penumbra. Antes de poder gritar, el hombre fue derribado. Las garras de la criatura desgarraron su pecho y su cuello con una violencia brutal. La sangre manchó los muros y el suelo.
No satisfecho, el hombre lobo siguió avanzando por la Royal Mile, con el hocico aún goteando sangre. Escuchó el traqueteo de una bicicleta: un comerciante que pedaleaba rumbo a su hogar. La bestia lo emboscó, saltando desde una azotea con un rugido ensordecedor. El hombre no tuvo oportunidad de reaccionar. Fue arrancado de su bicicleta y lanzado contra una pared de piedra.
Los gritos resonaron en la noche, y varias personas se asomaron a las ventanas. Lo que vieron los dejó sin palabras: una sombra enorme, erguida sobre dos patas, con dientes más afilados que dagas. La criatura los miró, y en sus ojos no había humanidad, solo hambre.
Al amanecer, Spencer despertó en una callejón húmedo, con las manos cubiertas de sangre y la ropa hecha jirones. El hedor a carne y sangre aún impregnaba sus fosas nasales.
Miró alrededor, y el horror lo invadió cuando vio el cuerpo del vendedor de periódicos, destrozado a pocos metros de donde él estaba.
—¡No… no, esto no puede ser real! —gritó.
Pero al mirarse en un charco de agua, lo entendió todo: él era el monstruo.
Regresó al castillo tambaleando, como un hombre borracho, con la mente llena de imágenes de los asesinatos. Los recuerdos eran fragmentos sangrientos: la carne desgarrada, las garras brillando a la luz de la luna, los gritos de sus víctimas.
Se encerró en sus aposentos, golpeando las paredes.
—¡Malditas brujas! ¡Qué me han hecho! —rugió con lágrimas en los ojos.
A pesar de sus intentos por resistir, la siguiente luna llena llegó, y con ella, la sed de sangre. Esta vez, Spencer decidió encerrarse en las mazmorras del castillo, encadenado con hierro.
—¡Aseguren estas cadenas! ¡No me dejen salir! —ordenó a sus hombres, sin explicar la verdad.
Pero la transformación fue tan brutal que las cadenas se partieron como si fueran de papel.
En su tercera noche como hombre lobo, la masacre fue aún más terrible. Atacó a cuatro personas en distintos puntos de Edimburgo. Los periódicos al día siguiente titularon:
“Terror en la ciudad: el monstruo de la luna llena mata de nuevo.”
Los rumores se esparcieron, y algunos pobladores comenzaron a susurrar que el propio rey estaba relacionado con estos horrores.
V. La Persecución
La tercera luna llena había dejado a Edimburgo sumida en el terror. Los ataques del hombre lobo ya no eran rumores, sino una certeza. Los cadáveres encontrados en las calles y callejones del centro eran la prueba irrefutable de que una criatura monstruosa acechaba la ciudad. La policía patrullaba día y noche, pero siempre llegaban demasiado tarde: cuando encontraban los cuerpos, la bestia ya se había desvanecido en las sombras, sin dejar rastro alguno.
Los detectives James McArthur y Henry Wallace, los mejores de Escocia, fueron asignados al caso.
—No puede ser una simple bestia salvaje —dijo McArthur mientras examinaba los restos de una víctima en la Royal Mile—. Esto… esto es algo más.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Wallace, con el rostro pálido.
—Mira estas marcas. Garras enormes, colmillos como cuchillos… pero las heridas parecen hechas con inteligencia. Es como si alguien… o algo… supiera dónde atacar.
Los rumores comenzaron a llegar hasta las puertas del castillo. Algunos testigos afirmaban haber visto al rey Spencer Mac-karmo merodeando en la noche durante los ataques. Aunque el pueblo lo adoraba, las sospechas crecían. ¿Por qué el monstruo nunca atacaba el castillo? ¿Por qué los guardias parecían protegerlo en lugar de ayudar a la policía?
Una mañana fría, los detectives se presentaron en el castillo. El rey estaba sentado en el salón principal, intentando aparentar serenidad mientras bebía whisky para calmar los temblores en sus manos.
—Su majestad —dijo McArthur con una inclinación—, necesitamos hacerle unas preguntas sobre los asesinatos de la luna llena.
Spencer los miró fijamente, con una tensión que trataba de ocultar.
—¿Qué clase de preguntas?
—Se le vio cerca del Parque de Holyrood la noche de los asesinatos. Algunos testigos dicen haberlo visto caminando por la Royal Mile. ¿Podría explicar dónde estuvo?
El rey sintió que la sangre se le helaba. El recuerdo de la noche anterior, con la sangre en sus garras y los gritos de sus víctimas, lo atravesó como una daga.
—Yo… yo no sé de qué me hablan. Esa noche estaba en el castillo, con mis hijos.
Wallace, con una mirada penetrante, añadió:
—¿Está seguro? Porque varias personas lo describieron con precisión. Incluso dicen que estaba… cambiado.
Spencer apretó los puños, y por un instante sus ojos destellaron con un brillo amarillento, casi animal. Los detectives se miraron entre sí, inquietos, pero los guardias reales intervinieron rápidamente.
—El rey está cansado, señores —dijo el capitán de la guardia—. Si tienen algo más que decir, háganlo por los canales oficiales.
McArthur y Wallace salieron del castillo, pero la sospecha ya se había sembrado.
—Es él —dijo McArthur, en voz baja—. Sea lo que sea, estoy seguro de que el rey está implicado.
El Pueblo Se Vuelve Contra su Rey
Con cada luna llena, el monstruo dejaba nuevas víctimas. La gente comenzó a hablar en las tabernas:
—¿Y si el rey no es quien creemos?
—Dicen que ha hecho un pacto con el diablo.
—¡Es el hombre lobo! ¡Él mismo!
Los murmullos se convirtieron en odio. Algunos ciudadanos formaron un grupo de cazadores, armados con lanzas, cuchillos de plata y antorchas. Querían encontrar a la criatura y matarla, sin importar si era el rey o no.
La siguiente luna llena, Spencer intentó resistirse. Se encerró en su habitación, cerrando puertas y ventanas, encadenándose con grilletes de hierro.
—¡No! ¡No volveré a matar! —rugió, mientras sentía el cambio comenzar.
Pero el dolor era insoportable. Sus huesos se rompían y rehacían, su piel se cubría de pelo negro como la noche, sus colmillos se afilaban. Las cadenas no resistieron: el hombre lobo emergió, más fuerte y furioso que nunca.
Saltó por una ventana, escapando hacia la ciudad. La gente, que ya estaba en alerta, vio la enorme silueta de la bestia cruzando los tejados.
—¡Ahí está! ¡El monstruo! —gritó un cazador.
De inmediato, una turba de veinte hombres lo persiguió, portando antorchas y cuchillos de plata.
Las calles de Edimburgo se llenaron de gritos. El hombre lobo corría a una velocidad sobrehumana, pero no lograba escapar del todo: las antorchas iluminaban su pelaje oscuro y las piedras lanzadas por la gente lo golpeaban en los costados.
En un callejón sin salida, la bestia se volvió hacia ellos.
Un silencio mortal se apoderó del lugar.
Los hombres vieron al monstruo de frente: más de dos metros de altura, músculos tensos, garras relucientes, ojos rojos que brillaban como brasas.
—¡Disparad! —gritó uno.
Las flechas silbaron en el aire, pero la criatura las esquivó con una agilidad imposible. Saltó sobre el primer cazador y lo lanzó contra una pared, rompiéndole los huesos. Otro fue derribado de un zarpazo, cayendo al suelo con el pecho abierto.
Los demás retrocedieron, aterrados.
—¡No es una bestia normal! ¡Es el demonio!
El hombre lobo rugió, un sonido tan potente que hizo vibrar los muros. Luego desapareció entre las sombras antes de que la policía llegara.
La Policía Descubre la Verdad
Al día siguiente, los detectives encontraron el rastro de sangre que conducía hacia el castillo.
—Esto lo confirma, Wallace —dijo McArthur—. Todo nos lleva a él. El rey es la criatura.
Pero arrestar al rey de Escocia era impensable. Necesitaban pruebas irrefutables y, sobre todo, el valor para desafiar al hombre más poderoso del reino.
Mientras tanto, Spencer, de vuelta en su forma humana, se miraba las manos ensangrentadas y lloraba.
—¿Qué soy ahora? ¿Un rey… o un monstruo?
VI. Los Sabios y el Gurú
Las noches sangrientas continuaban. Con cada luna llena, el hombre lobo salía a las calles de Edimburgo, dejando tras de sí una estela de terror y muerte. El rey Spencer, ya consciente de su doble naturaleza, vivía atormentado por los crímenes que cometía bajo el embrujo de las brujas. Sus hijos comenzaban a notar su estado enfermizo: se encerraba en sus aposentos durante días, apenas comía y sus ojos, antes azules y brillantes, ahora parecían dos pozos oscuros llenos de culpa.
—Padre, ¿qué te sucede? —le preguntó su hijo mayor, William.
Spencer no supo qué responder. Solo lo abrazó con fuerza, sabiendo que, de continuar así, algún día podría hacerles daño incluso a ellos.
Desesperado, el rey convocó a los mejores sabios de Europa.
—¡Vayan a todos los rincones del continente! —ordenó a sus mensajeros—. Quiero a los más grandes conocedores de magia, ciencia y religión. ¡Que vengan a mi castillo y me digan cómo romper esta maldición!
En cuestión de semanas, llegaron hombres y mujeres de todo el continente: alquimistas de Praga, monjes de los monasterios de Irlanda, druidas de los bosques de Bretaña, y hasta un rabino místico de Polonia que afirmaba conocer rituales para expulsar demonios.
Cada uno ofrecía una teoría distinta. Un monje irlandés le dio al rey una cruz de plata bendecida.
—Llévala contigo en cada luna llena, y la luz de Dios te protegerá.
Pero cuando la luna se alzó, la cruz se derritió en sus manos como si fuera de cera, y la transformación fue más brutal que nunca.
Un alquimista de Praga intentó un experimento con brebajes y elixires. Le preparó al rey una poción espesa, hecha con hierbas extrañas, sangre de lobo y mercurio.
—Bebe esto y tu sangre se purificará.
Spencer obedeció, pero la mezcla solo lo enfermó durante tres días, sin detener el cambio.
Los druidas propusieron un ritual bajo un círculo de piedras, rodeado de fuego. Cantaron himnos antiguos mientras ataban al rey con cadenas de plata. Durante horas, el hombre lobo rugió y se revolvió intentando liberarse. Cuando la luna alcanzó su punto más alto, las cadenas se rompieron y los druidas huyeron despavoridos.
—No podemos contener a esta criatura, su maldición es demasiado poderosa.
Una noche, un visitante inesperado tocó las puertas del castillo: un gnomo escocés, de barba blanca y gorro rojo, conocido como guardián de tesoros mágicos. Traía consigo un libro antiguo de magia blanca.
—Majestad, he escuchado tu dolor. Las brujas que te maldijeron son viejas enemigas mías. Tal vez, con este libro, podamos revertir el hechizo.
El gnomo dibujó runas en el suelo, quemó incienso y recitó conjuros en una lengua olvidada. Por un instante, el rey sintió que algo dentro de él se calmaba. Pero cuando la luna volvió a aparecer, la transformación fue aún más violenta.
—Lo siento… mi magia no es suficiente —dijo el gnomo, triste—. Tu destino está atado al poder de esas brujas.
Cansado de fracasos, Spencer pidió buscar ayuda fuera de Europa. Así fue como llegó al castillo un hombre imponente, de piel oscura y mirada profunda: el Gurú africano. Venía de Zimbabue, de una tribu ancestral que conocía los secretos más oscuros y las fuerzas invisibles de la naturaleza. Llevaba un bastón tallado con figuras de leones y espíritus, y un collar de huesos y piedras talladas.
Al ver al rey, el gurú no necesitó explicaciones.
—No hables, hombre lobo —dijo con voz grave y pausada—. Puedo ver en tus ojos el fuego de la luna. Las brujas te han marcado, y esa marca no se borra.
Spencer se arrodilló ante él, por primera vez dejando de lado su orgullo de rey.
—¡Sálvame, por favor! No soporto seguir matando. Mis manos están manchadas con la sangre de mi pueblo.
El gurú dio un golpe con su bastón contra el suelo, y el eco resonó como un trueno.
—No hay cura para tu maldición, pero sí un camino para sobrevivir. No puedes evitar la transformación, pero puedes dominar el instinto. Debes cazar… en silencio. Deja de exponerte, esconde tu naturaleza o el pueblo se volverá contra ti.
El rey lo miró, con el rostro desencajado.
—¿Estás diciéndome que… acepte esto? ¿Que siga matando?
—No —respondió el gurú—. No debes matar por hambre, sino por instinto. Escoge bien tus presas. Hazlo lejos de tu pueblo, como una sombra. Si intentas resistir, perderás el control y destruirás todo lo que amas.
El gurú realizó un ritual nocturno para ayudar al rey a contener su furia. Lo llevó al bosque, en medio de un círculo de fuego. Con un cuchillo de obsidiana, dibujó símbolos en la tierra y pintó el cuerpo del rey con pigmentos rojos y negros.
—Mira la luna y acepta lo que eres. No luches contra la bestia, conviértete en ella.
Cuando la transformación comenzó, el gurú no retrocedió. Con su bastón, tocó la frente de la criatura. Por un momento, Spencer sintió que su mente estaba dividida: mitad hombre, mitad lobo. Logró mantener la conciencia por algunos segundos… antes de que la bestia tomara el control.
Sin embargo, algo había cambiado: ya no mataba con furia ciega. Ahora se movía como un depredador calculador, una sombra silenciosa que cazaba lejos de Edimburgo, ocultando cada huella.
Gracias al gurú, Spencer logró evitar que el pueblo descubriera su secreto. Pero no había paz en su corazón. Cada luna llena lo recordaba: ya no era un hombre, sino un monstruo con corona.
El gurú, antes de marcharse, pronunció una última advertencia:
—Recuerda, rey de Escocia: las brujas aún esperan tu caída. Si alguna vez dejas que la bestia te controle en la ciudad, perderás tu trono… y tu alma.
VII. La Muerte del Rey
Los años pasaron como un suspiro en el viejo castillo de Edimburgo. El rey Spencer Mac-karmo, que alguna vez había sido el guerrero más temido y respetado de Escocia, comenzó a envejecer bajo el peso de su maldición. Sus cabellos dorados se tornaron grises, y las arrugas marcaron su rostro como cicatrices del tiempo. Sin embargo, la fuerza de la bestia en su interior no disminuyó. El hombre lobo seguía allí, esperando cada luna llena para tomar el control.
A pesar de los esfuerzos del gurú africano y los sabios, la maldición no se rompió. Durante décadas, Spencer vivió como un hombre dividido: por el día, un rey justo y sabio; por la noche de luna llena, un cazador salvaje que merodeaba por las colinas y bosques, alejándose del pueblo para no destruir aquello que juró proteger.
Su reinado, a pesar de todo, fue próspero. Los habitantes de Escocia lo veneraban como un líder fuerte, pero también lo temían. Había rumores que se transmitían en secreto:
—Dicen que el rey vaga por los bosques en noches de luna llena… convertido en algo que no es humano.
—¡Calla! Si los guardias te oyen, perderás la cabeza.
Los años pasaron y sus hijos, William y Andrew, se convirtieron en hombres valientes, dignos herederos del trono. William, el mayor, había notado desde joven el extraño comportamiento de su padre, pero nunca lo confrontó. Aun así, Spencer temía que algún día ellos descubrieran la verdad y sintieran vergüenza de su sangre.
El invierno llegó a Edimburgo. Las montañas estaban cubiertas de nieve, y el castillo se alzaba como una fortaleza blanca, rodeado de ventiscas heladas. Spencer, ya con más de sesenta años, sabía que su vida llegaba a su final. Su cuerpo humano estaba debilitado, pero la bestia dentro de él seguía rugiendo con hambre.
—Majestad —dijo William—, ¿por qué no descansáis? Estáis agotado.
—No… todavía no —respondió el rey, con voz ronca—. Hay algo que debo hacer antes de partir.
Esa noche, cuando la luna llena surgió, Spencer comprendió que sería su última transformación. Su cuerpo anciano se retorció de dolor mientras los huesos crujían como ramas secas. El hombre lobo emergió una vez más, pero algo era diferente: su pelaje estaba cubierto de canas plateadas y sus movimientos, aunque fuertes, eran más pesados.
En vez de huir al bosque, Spencer se quedó en el patio del castillo. Su rugido llenó los pasillos, despertando a guardias y sirvientes. William y Andrew corrieron hacia el ruido, armados con espadas. Cuando lo vieron, quedaron paralizados: el monstruo frente a ellos tenía los mismos ojos que su padre.
—¡Padre… eres tú! —gritó William, horrorizado.
Por un instante, el hombre lobo dudó. Dentro de su mente, Spencer luchaba por recuperar el control. Con un esfuerzo sobrehumano, retrocedió y huyó hacia el bosque, temiendo hacerles daño a sus propios hijos.
En el bosque, bajo la luz fantasmal de la luna, lo esperaban las tres brujas. Sus cabellos eran como hilos de ceniza y sus ojos ardían con maldad.
—¡Mira lo que has llegado a ser, Spencer Mac-karmo! —dijo la bruja más vieja—. Un rey reducido a una bestia.
—Tu corona será nuestra —añadió la segunda, con una sonrisa retorcida—. Has pasado tu vida matando bajo nuestro hechizo. Ahora morirás como un animal.
El hombre lobo rugió, pero esta vez no con furia, sino con una rabia controlada. Era su última noche, y no iba a caer sin luchar.
Con la fuerza de un guerrero, se lanzó contra las brujas. La primera fue atravesada por sus garras, desintegrándose en humo oscuro. La segunda lanzó un hechizo de fuego, pero el lobo lo esquivó y le arrancó el brazo antes de destrozarla. La tercera, la más poderosa, levantó una maldición final:
—¡Maldito seas para siempre, hombre lobo! Ni la muerte te liberará.
Spencer, con un último rugido, le arrancó el corazón con sus garras, acabando con ella y rompiendo la conexión de la maldición. El bosque quedó en silencio. Por primera vez en décadas, el rey sintió paz.
Con el hechizo roto, el cuerpo de Spencer comenzó a cambiar. La bestia se desvaneció, y el hombre volvió a aparecer, desnudo y cubierto de heridas. Sabía que su hora había llegado. Se apoyó contra un árbol, mirando la luna con una sonrisa.
—Ana… ya voy hacia ti.
William y Andrew, que lo habían seguido, lo encontraron moribundo en el bosque.
—Padre… ¿qué te han hecho? —preguntó Andrew, llorando.
—Nada… hijos míos. Yo solo… fui un rey que luchó contra su propio monstruo.
Sus últimas palabras fueron:
—Protejan Escocia… y recuerden que, incluso en la oscuridad, hay luz.
Esa noche, el rey Spencer Mac-karmo murió, y con él se extinguió el hombre lobo que había aterrorizado a Edimburgo. Su cuerpo fue enterrado junto a Ana Duncan, su amada esposa, en las criptas reales del castillo.
La historia del rey se convirtió en leyenda. Durante generaciones, los bardos cantaron sobre el monarca que fue héroe de día y monstruo de noche. Algunos dicen que, en noches de luna llena, puede escucharse el aullido de un lobo en las colinas de Edimburgo, como si el espíritu de Spencer siguiera velando por su reino.
Así terminó el reinado del hombre lobo, el rey maldito que amó tanto a su pueblo que sacrificó su alma para protegerlos.
Fin.
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