El granjero y el duende irlandés - Cuento popular
EL GRANJERO Y EL DUENDE IRLANDÉS
En las tierras de Peñaflor, vivía un viejo granjero llamado Manuel, un hombre de manos endurecidas por los años de trabajo y la piel curtida por el sol. Cada día, desde el amanecer hasta la caída del sol, Manuel araba la tierra con su tractor antiguo, una máquina que se mantenía viva gracias a reparaciones improvisadas y el cariño de su dueño.
El granjero cultivaba zapallos, choclos, pimentones, tomates y lechugas, productos que vendía en los mercados locales para poder mantener a su familia. Vivía con su esposa, sus tres hijos y su perro, un quiltro fiel llamado Chocolate, que lo seguía a todas partes. La vida en el campo no era fácil; los precios subían cada día debido a la inflación, y las cuentas del hogar parecían multiplicarse como si tuvieran vida propia.
Manuel, a pesar de su esfuerzo, sentía que nunca era suficiente. Trabajaba para el patrón del fundo, y aunque sus días eran eternos, su bolsillo seguía vacío. En más de una ocasión pensó que su corazón de campesino acabaría por romperse de tanto cansancio y frustración.
Una tarde, al terminar la faena, Manuel decidió descansar bajo la sombra de un árbol de manzanas rojas. El cielo, teñido de tonos naranjas y violetas por el atardecer, le dio una sensación de paz, aunque en su interior seguía palpitando el peso de sus preocupaciones.
Mientras encendía un cigarro, pensó en voz baja:
—¿Qué se sentirá ser rico? ¿Alguna vez dejaré de contar monedas para pagar las cuentas?
Sabía que, probablemente, la suerte nunca tocaría su puerta. Llevaba toda una vida trabajando para otros sin poder ahorrar lo suficiente para comprarse un pedazo de tierra que pudiera llamar suyo. Aun así, trataba de ser agradecido. Pensó en su familia, en su perro Chocolate, en la salud que aún lo acompañaba. Se dijo a sí mismo:
“Al que le toca, le toca. Hay gente con más dinero y otros con menos, así es la vida.”
Mientras exhalaba una nube de humo, algo extraño captó su atención. Una hoja del manzano comenzó a moverse de forma inusual, como si algo se escondiera debajo. Primero pensó que era el viento, pero no había brisa. Curioso, se inclinó y levantó la hoja.
Para su sorpresa, allí estaba un pequeño duendecillo. Medía apenas cinco centímetros, tenía una barba pelirroja y vestía un sombrero puntiagudo junto con un traje verde oscuro.
El duende, con voz aguda pero firme, dijo:
—¡Me atrapaste, granjero! Como me has encontrado, te concederé un deseo, cualquiera que sea. Pero piensa bien lo que pides, porque esta oportunidad no se le da a cualquiera.
Manuel, aún sorprendido, no tardó en responder:
—Quiero un baúl lleno de monedas de oro puro, para pagar mis deudas y asegurar el futuro de mi familia.
El duende sonrió con resignación y agitó sus manos.
—Tu deseo será concedido. Excava al final del arcoíris que aparecerá frente a ti y encontrarás tu tesoro.
En ese instante, un arcoíris mágico surgió frente a los ojos del granjero, cruzando el cielo como un puente de colores.
Manuel no podía creer lo que veía. Sintió que, finalmente, alguien lo escuchaba, tal vez Dios, tal vez la suerte. Con el corazón latiendo a mil, buscó una pala y corrió hasta el lugar donde el arcoíris tocaba la tierra, justo al lado de un viejo nogal que crecía en el borde del campo.
Comenzó a cavar con todas sus fuerzas, la pala golpeando la tierra seca una y otra vez. Pasaron minutos que parecieron horas, hasta que escuchó un sonido distinto: ¡toc, toc, toc!. La pala había chocado con algo sólido.
Con manos temblorosas, retiró la tierra y descubrió un cofre de madera. Era pesado, pero logró sacarlo. Sin perder tiempo, lo llevó al patio de su casa.
Manuel colocó el cofre sobre una mesa y buscó sus herramientas: un martillo y un atornillador. Con paciencia, forzó la cerradura hasta que la tapa cedió.
El brillo que salió de dentro lo dejó sin aliento: miles de monedas de oro puro llenaban el cofre, reluciendo bajo la luz del atardecer como si fueran estrellas atrapadas.
Por primera vez en su vida, Manuel sintió que la suerte había tocado a su puerta. Ya no tendría problemas económicos. Sus deudas quedarían saldadas y podría darle a su familia la vida que merecía.
Con el tiempo, Manuel usó parte del oro para comprar su propio campo, una extensión de tierra fértil donde ya no tendría que trabajar para un patrón. Reparó su casa, compró un nuevo tractor y aseguró la educación de sus hijos.
Su vida cambió, pero no su corazón. A pesar de su nueva riqueza, Manuel seguía levantándose temprano para trabajar la tierra. El dinero no le había quitado el amor por el campo ni la humildad que lo caracterizaba.
Cada tarde, se sentaba bajo el manzano con Chocolate a su lado y recordaba aquel encuentro con el duende. Nunca volvió a ver al pequeño ser, pero en su mente lo agradecía cada día.
Manuel comprendió que la verdadera riqueza no solo estaba en las monedas de oro, sino en el valor del esfuerzo, la familia y la gratitud. Si no hubiera trabajado tanto, quizá no habría sabido valorar aquel regalo mágico.
Con los años, su historia se volvió una leyenda entre los campesinos de Peñaflor. Algunos decían que era mentira, que no existía tal duende ni tal tesoro. Pero Manuel, cada vez que escuchaba esos comentarios, sonreía en silencio. Él sabía la verdad.
El viejo granjero vivió sus días en paz, rodeado de su familia y de la tierra que tanto amaba. Y aunque la suerte le cambió de manera inesperada, nunca olvidó que, en el fondo, lo más valioso no era el oro, sino los momentos simples: un atardecer bajo el árbol, el ladrido de Chocolate, o las risas de sus hijos.
Así, la historia de Manuel y el duende irlandés quedó grabada como un recordatorio de que, a veces, la magia aparece justo cuando la esperanza parece perderse.
Fin.
Comentarios
Publicar un comentario