Un cuarto sencillo - Cuento corto

 


UN CUARTO SENCILLO 

Luis Hernán Carmona nació el 17 de marzo de 1985 en Santiago de Chile, y desde entonces había llevado una vida marcada por los contrastes: momentos de tranquilidad junto a su familia y su hijo, y otros llenos de lucha interior. Vivía en un departamento amplio, ubicado en Providencia, en el número 23. Compartía ese hogar con sus padres y con su hijo, formando una familia que, a pesar de los desafíos, se mantenía unida. Su hermana Consuelo, en cambio, llevaba una vida completamente distinta al otro lado del mundo. Residente en Estados Unidos, era una paracaidista profesional que amaba el peligro, los desafíos extremos y las experiencias que hacían temblar el corazón.

El padre de Luis era un hombre dedicado, cirujano dentista egresado de la Universidad de Chile. Tenía una pequeña clínica dental a dos cuadras de la casa, a la cual siempre iba caminando, orgulloso de la carrera que había construido, aunque ya estaba cerca de la jubilación. Su madre, por otro lado, era una mujer con una mente brillante: ingeniera comercial formada en la Universidad de Arica, donde siempre destacó por su promedio académico. El departamento en el que vivían pertenecía a ella. Era grande, luminoso y contaba con un patio con forma de L que solía llenarse de plantas y macetas en primavera.

Luis tenía su propia pieza, orientada al oriente, desde donde observaba cada mañana un edificio de ladrillo frente a su ventana. Decía, con una convicción especial, que su ventana nunca mentía. Era allí, en ese espacio personal, donde escribía sus cuentos y poemas, con la esperanza de algún día publicarlos y que su voz llegara al mundo. Su escritorio de madera era su refugio creativo, rodeado de cuadros que colgaban en las paredes como testigos silenciosos de sus ideas.

Consuelo, su hermana, se había titulado de Arte en la Universidad Finis Terrae. Aunque en los últimos años había dejado de pintar con la misma frecuencia, Luis siempre creyó que volvería a hacerlo, porque sus pinturas eran, simplemente, hermosas. Mientras tanto, él se ganaba la vida como taxista. Tenía un Kia Cerato automático al que cariñosamente llamaba Tiburón martillo. Ese auto no era solo una herramienta de trabajo, sino una especie de compañero en sus recorridos por la ciudad.

Cada día, Luis cumplía con un ritual: iba a buscar a su tía Nora, la hermana de su madre, y juntos pasaban a recoger a Luciano Aristegui, un niño de ocho años que era hijo de su primo Meme, un psicólogo reconocido en el barrio. Luciano era un niño encantador, curioso y con una gran pasión por los animales. Además, era fanático de Mario Bros, algo que a Luis le hacía gracia.

Pero, más allá de su trabajo, Luis tenía un corazón de escritor. Soñaba con crear un libro de cuentos que capturara los mejores recuerdos del mundo. Sin embargo, había una barrera que lo atormentaba: podía escribir sin descanso, pero no lograba terminar sus historias como él deseaba. “No puedo terminarlos con cabalidad”, se decía a sí mismo una y otra vez. Había asistido a talleres de literatura, escuchado con atención a sus profesores, pero el bloqueo persistía.

Parte de esa dificultad se debía a un problema lingüístico y, sobre todo, a su mala memoria. Luis había sido sometido a tres sesiones de electroshock en un hospital psiquiátrico, un tratamiento que, según él, le había arrebatado fragmentos de su vida. Para él, esos procedimientos eran lo peor que existía en el universo. “La memoria es lo más sagrado que tiene una persona”, pensaba con tristeza.

A menudo recordaba a otros pacientes que habían pasado por lo mismo: muchos quedaban en la calle, sin dientes, sin poder estudiar ni trabajar, convertidos en sombras de lo que alguna vez fueron. Nadie podía demandar, porque contratar un abogado era demasiado caro y la gente quedaba indefensa ante lo que él consideraba un abuso. Aun así, a pesar de todo el dolor, Luis se sentía feliz cuando escribía. Tal vez sus cuentos y poemas no eran perfectos, pero en ellos encontraba una razón para seguir adelante.

Una noche cualquiera, tras un día largo de trabajo, decidió descansar. Se sentía agotado, pero antes de dormir quería darse un respiro: enrolló un cigarro de marihuana, encendió su computador y comenzó a escuchar música en YouTube. Tenía un gusto variado: hip hop, funk, rock pesado, reggae, electrónica y, cuando quería algo más profundo, música clásica.

Además, llevaba un blog donde publicaba sus relatos gratuitamente, corazóndemartillo.blogspot.com. Allí compartía cuentos inspirados en culturas de Japón, Brasil, Estados Unidos, Francia, Irlanda, Escocia, y por supuesto, Chile. Aunque su meta era convertirse en un escritor famoso, reconocía que le faltaba mucho por mejorar. “Me falta talento”, solía decirse, aunque en el fondo, su corazón ardía con la esperanza de que un día sus palabras conectaran con miles de lectores.

Era lunes, y como cada semana, debía asistir a sus sesiones de terapia ocupacional en Redgesam. Allí lo esperaba Catalina Vergara, su terapeuta, quien lo escuchaba con paciencia y registraba todo en su ficha clínica. Cada tres meses, además, debía conectarse por teleconsulta con su psiquiatra, el Dr. Burgos. Este le enviaba por correo electrónico la receta de su medicación: tomaba dos dosis diarias de olanzapina, ya que había sido diagnosticado con esquizofrenia crónica.

Luis soñaba con que algún día esa enfermedad desapareciera. Todas las noches le rezaba a Dios, pidiéndole un futuro mejor y, sobre todo, que le devolviera su memoria. La fe se había convertido en su refugio. Desde hacía poco asistía a la iglesia evangélica que lideraba su primo Ljubomir Ostoja. Aunque pequeña, esa iglesia le transmitía una paz que no encontraba en otros lugares. Sentía que Jesús estaba allí, entre esas paredes blancas, escuchando sus plegarias.

De vuelta en casa, Luis solía pasar horas pensando en qué escribir. A veces la inspiración lo eludía, así que buscaba estímulos sencillos: prepararse un té con endulzante o un sándwich con lechuga, tomate, cebolla, hamburguesa, mayonesa y kétchup. La cocina del hogar era amplia, con dos refrigeradores, una mesa grande y todo lo necesario para cocinar.

Su padre, amante de las comidas bien preparadas, compraba siempre queso mantecoso, carne y otros ingredientes para el almuerzo. Luis prefería llevar su sándwich a su pieza, sentarse frente al computador y esperar a que las ideas fluyeran. Encendía un cigarro, a veces más de uno, y escribía bajo su seudónimo: Michael River. Consuelo, su hermana, fue quien le dio ese nombre, diciéndole que era una especie de gurú de las palabras.

Pero hubo una noche que cambiaría su vida para siempre. Era el 8 de agosto de 2016. Luis estaba fumando, pensando en qué escribir para su blog, cuando una luz blanca se coló por la ventana de su cuarto. Lo que vio después lo dejó sin aliento: el fantasma de Pablo Neruda se presentó ante él.

—Carmona, he venido a ayudarte —dijo el poeta con voz grave—. Vamos a redactar el mejor poemario de todos.

Durante tres noches enteras, Luis escribió sin descanso. Los versos parecían dictados desde lo más profundo de su alma, mientras Neruda lo guiaba en silencio. Cuando terminó, el poemario —dedicado a su propio cuarto, su mundo íntimo— se publicó en Internet y se volvió viral.

Miles de personas de diferentes países comenzaron a descargar su obra. Google incluso lo destacó en su página principal, reconociéndolo como un poeta famoso. Su madre no podía creerlo: después de tanto sufrimiento, Luis había logrado su “dulce victoria”.

Con la fama llegaron oportunidades inesperadas. Las mujeres comenzaron a llamarlo, queriendo salir con aquel escritor que había conquistado al mundo con sus palabras. El poemario dio la vuelta al planeta, y el apellido Carmona comenzó a ser reconocido internacionalmente.

Con el dinero ganado, Luis arrendó un departamento en el sector de El Golf y se independizó. Su despacho en ese nuevo hogar se convirtió en el epicentro de sus ideas. Soñaba con viajar a Europa, especialmente a Inglaterra, junto a su amigo Nicolás Hernández, para aprender inglés y vivir nuevas aventuras.

Un día, mientras escribía, tuvo una idea brillante: contratar un abogado para demandar al Ministerio de Salud por el uso del electroshock en pacientes psiquiátricos. El abogado le explicó que era necesario conseguir certificados de cada hospital, y con esos documentos se podría presentar una demanda por negligencia médica, solicitando también una indemnización millonaria.

Lo que siguió fue un proceso judicial largo y desgastante, que duró casi quince años. Finalmente, la Corte Suprema dictaminó que el electroshock era perjudicial para la memoria y ordenó su prohibición definitiva. Los medios de comunicación, como Chilevisión Noticias, cubrieron la noticia ampliamente. La nueva ley fue conocida como la Ley Carmona, en honor a Luis y su lucha.

Miles de pacientes celebraron entre lágrimas, agradecidos de que, al fin, alguien los hubiera escuchado.

Luis agradeció a Dios por haberle devuelto la memoria. Cada día, sentado en su sillón café, recordaba el camino recorrido: los días de oscuridad, las noches de escritura y las victorias que nunca imaginó alcanzar.

A pesar de las cicatrices, su espíritu seguía firme, dispuesto a seguir escribiendo. Quizás sus cuentos y poemas nunca fueran perfectos, pero eran auténticos, nacidos de su lucha y de su fe.

En ese cuarto sencillo, con su ventana que nunca mentía, Luis Carmona —o Michael River, como algunos lo conocían— seguía tejiendo historias, convencido de que la verdadera grandeza no estaba en la fama, sino en el simple hecho de nunca dejar de escribir.



Fin.

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