La travesía del irlandés
LA TRAVESÍA DEL IRLANDÉS
Era una mañana gris y húmeda en un pequeño pueblo costero cercano a Dublín, Irlanda, en el año 1820. La bruma del mar se deslizaba como un velo sobre las casas de madera, mientras las gaviotas revoloteaban en busca de restos de pescado en el puerto. Miguel Río, un joven de apenas dieciocho años, observaba el horizonte desde la ventana del desván donde solía pasar las tardes. Desde niño había soñado con aventuras en alta mar, con barcos de velas gigantes enfrentando olas feroces y con cofres rebosantes de monedas de oro ocultos en islas perdidas.
Miguel era un muchacho inquieto, de cabellos castaños y rizados, ojos verdes y una energía que lo impulsaba a buscar algo más allá de la rutina del pueblo. Había crecido escuchando las historias de su abuelo, un viejo marinero que decía haber recorrido los mares del Caribe y haber visto piratas reales, hombres con cicatrices y miradas fieras que desafiaban las tormentas en busca de tesoros. Aunque muchos en el pueblo pensaban que esas eran solo fantasías de un anciano, Miguel siempre las creyó.
Una tarde, mientras revisaba el desván de su abuelo recientemente fallecido, encontró algo que cambiaría su destino: un viejo cofre de madera cubierto de polvo. Adentro, además de cartas y objetos personales, había un mapa amarillento con marcas extrañas, símbolos de calaveras y una línea que atravesaba el océano hasta llegar a un punto marcado con una “X”. En una esquina del mapa se leía: “Isla del Tesoro – Colombia”.
Miguel sintió un cosquilleo recorrer su cuerpo. ¿Sería posible que su abuelo hubiese dejado un verdadero mapa del tesoro? Con el corazón palpitando, bajó corriendo las escaleras y se lo mostró a su madre. Ella, sin embargo, le dijo que no debía ilusionarse con aquellas historias, pues la vida en el mar era peligrosa y cruel.
Pero Miguel ya estaba decidido. Esa noche apenas pudo dormir, pensando en barcos, océanos y aventuras. Al amanecer, se dirigió al puerto. Allí conoció a un grupo de marineros que se preparaban para zarpar rumbo al Atlántico. Entre ellos destacaba el capitán inglés Henry Drake, un hombre de gran barba rojiza, cicatriz en la mejilla y una mirada que transmitía respeto y confianza.
—¿Y tú qué quieres, chico? —preguntó el capitán, al ver a Miguel acercarse.
—Quiero unirme a su tripulación. Sé leer mapas y no le temo al mar —respondió el joven con firmeza.
Drake lo observó de arriba abajo, como evaluando su determinación.
—¿Sabes amarrar una cuerda? ¿Has navegado alguna vez?
—No mucho... pero aprenderé rápido —replicó Miguel, sin titubear.
El capitán soltó una carcajada que resonó como un trueno.
—¡Tienes coraje, eso me gusta! Bienvenido a bordo del “Viento Libertador”, muchacho. Pero recuerda: en el mar no hay espacio para cobardes.
La partida
Aquel barco era majestuoso: tenía tres mástiles, velas blancas con el emblema de un viento en espiral y cañones a cada lado. La tripulación, compuesta por unos treinta hombres, lo recibió con bromas y curiosidad. Estaban Thomas el Tuerto, un marinero alemán fuerte y rudo, William “el Silencioso”, un escocés que rara vez hablaba, y Fabrizio “Un cocinero italiano”, encargado de las cartas náuticas.
Cuando las campanas del puerto sonaron, el “Viento Libertador” soltó amarras y comenzó a alejarse del muelle. Miguel miró por última vez el pueblo donde había crecido, sabiendo que aquella aventura cambiaría su vida para siempre.
Los primeros días de navegación fueron de aprendizaje. Miguel ayudaba a limpiar la cubierta, izar las velas, fregar los barriles y hasta aprendió a usar una brújula. Pero en las noches, cuando el cielo se llenaba de estrellas, se sentaba junto al capitán y le hablaba del mapa. Drake escuchaba con atención.
—Si ese mapa es real, chico, puede que nos hagas ricos —decía el capitán con una sonrisa—. Pero no olvides que donde hay tesoros, hay peligro.
La tormenta
Tras dos semanas en altamar, el viaje se tornó desafiante. Una tormenta se levantó en el horizonte. Nubes negras y gruesas cubrieron el cielo, y los vientos comenzaron a aullar como lobos hambrientos. Las olas crecían hasta parecer montañas de agua que amenazaban con tragarse el barco.
—¡Todos a sus puestos! —gritó el capitán Drake—. ¡Aseguren las velas, maldita sea!
Miguel, con el corazón latiendo como un tambor, se aferró a una cuerda mientras la lluvia azotaba su rostro. Cada ola que golpeaba la cubierta lo hacía temer por su vida, pero no pensó en rendirse. Recordó las palabras de su abuelo: “El verdadero marinero es aquel que no le teme al mar, sino que lo respeta.”
La tormenta duró horas. Algunos barriles fueron arrastrados al mar, y dos velas se desgarraron, pero gracias al trabajo de todos, el “Viento Libertador” resistió. Cuando la tempestad por fin cesó, el amanecer trajo un cielo despejado y una calma que parecía irreal.
La isla del tesoro
Al tercer día después de la tormenta, Fabrizio “El cocinero” avistó algo en el horizonte.
—¡Tierra a la vista! —gritó desde el mástil.
Todos corrieron a la borda. A lo lejos, una isla se dibujaba con playas de arena blanca y palmeras agitadas por el viento. Miguel sintió que su corazón casi saltaba de emoción. ¿Sería aquel el lugar marcado en el mapa?
Desembarcaron en la isla con provisiones, palas y el mapa en mano. El aire olía a sal y vegetación húmeda. Avanzaron entre la selva, siguiendo las indicaciones del pergamino: “Siete pasos desde la roca con forma de calavera, luego veinte hacia el árbol más alto.”
Horas más tarde, al pie de una gran palmera, comenzaron a cavar. El sol caía con fuerza, y el sudor les recorría la frente. Miguel, con cada golpe de pala, sentía que la promesa del tesoro estaba más cerca. De pronto, el sonido metálico de la pala golpeando contra algo duro hizo que todos contuvieran el aliento.
—¡Aquí está! —gritó Miguel.
Desenterraron un viejo cofre de madera con refuerzos de hierro. Con manos temblorosas, Drake abrió la tapa y un resplandor dorado iluminó sus rostros. En el interior habían miles de monedas de oro, joyas con piedras preciosas, collares y cálices antiguos.
—¡Por todos los cielos! —exclamó Thomas el Tuerto—. ¡Seremos más ricos que los reyes!
La batalla
Pero la alegría duró poco. Desde la playa se escuchó el estruendo de varios disparos y voces extrañas. Otros piratas, al parecer siguiendo el mismo rumor del tesoro, habían llegado a la isla. Eran al menos veinte hombres, armados con sables y fusibles.
—¡Nos siguen desde hace días! —dijo Drake, apretando los dientes—. ¡Chicos, prepárense!
La batalla fue feroz. Miguel, aunque nunca había peleado, empuñó un sable que le dio Thomas y se defendió con valentía. El choque del metal resonaba entre los árboles, y el suelo se cubría de huellas y sudor. Miguel recordó las historias de su abuelo y, con una determinación nueva, logró desarmar a uno de los atacantes.
Tras una hora de lucha, el “Viento Libertador” y su tripulación se impusieron. Los piratas enemigos huyeron, malheridos y sin el codiciado botín.
El regreso a Irlanda
Con el tesoro a bordo, el barco emprendió el regreso a Irlanda. El viaje de vuelta fue más tranquilo, como si el mar quisiera premiarlos por su coraje. Durante las noches, Miguel y la tripulación compartían historias alrededor de hogueras improvisadas en la cubierta, riendo y cantando canciones de victoria.
Cuando el “Viento Libertador” atracó en el puerto de Dublín, el pueblo entero acudió a recibirlos. Miguel, que había partido siendo un joven inexperto, regresaba como un héroe. Con parte de su tesoro, ayudó a su madre y reconstruyó la vieja casa de su abuelo.
Pero lo más valioso no estaba en las monedas ni en las joyas. Miguel había aprendido que la verdadera aventura está en los lazos que se crean, en el valor de enfrentar el peligro y en las historias que se llevan en el corazón. Cada mirada, cada risa y cada momento vivido en aquel barco quedaría grabado para siempre en su memoria.
Fin.
ISBN 978-956-418-964-2
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